20 de junio de 2012

LOS CICLOS DEL CONFLICTO (3)

Hemos trabajado en las dos últimas entregas la teoría de que el conflicto armado y social en Colombia es cíclico. Agreguemos que éste presenta ahora factores de posconflicto no predominantes y cuya tendencia dependerá de que se consoliden las posibilidades de suprimirlo.

Reconocer que existe un conflicto armado y social no significa que la lucha armada tenga validez y mucho menos la existencia de guerrillas o de grupos ilegales. Al contrario, su vigencia oxigena posturas antidemocráticas y le da aire a quienes quieren desmontar los avances democráticos de que gozamos.

Todo se genera en el histórico lastre que arrastramos y que al conservarse irresuelto hace más difícil consolidar tendencias de posconflicto. Podemos decir sin engaños que la verdadera consolidación de una cultura contra del conflicto armado y su continuidad reside en el desarrollo que hagamos de los logros políticos conquistados. Es decir, la defensa de la Constitución del 91 y su desarrollo democrático, y los avances del Estado Social de Derecho, constituyen la mejor herramienta para quitarle peso y validez a la lucha armada. En otras palabras negar, desconocer o arrojar por la borda las conquistas de nuestra Carta Magna significa apostarle a la continuidad de la violencia como fundamento para los cambios institucionales requeridos.

Por eso la derrota de la guerrilla, y en general de todos los grupos ilegales, solo tendrá verdaderos alcances con la consolidación de los cambios democráticos. Pero lo grave es que algunos “furibistas” pretenden cambiar la Constitución por la seguridad democrática, cuando ésta es solo un instrumento de nuestro ordenamiento legal.

Sin olvidar los aciertos obtenidos con dicha política de seguridad, ésta no puede reemplazar a nuestro contrato social; menos, se le deben otorgar facultades que en últimas lleven a desconocer derechos fundamentales o a propiciar su violación sistemática.

Lo que pasa es que algunos voceros recalcitrantes de la mano dura y contrarios tanto a la apertura democrática como a los procesos de participación ciudadana, y en últimas a la paz como derecho y deber de todos los colombianos, nos quieren vender la idea de que lo mejor que nos puede pasar como país, es que se mantenga el conflicto en su mínima expresión. La verdad es que así se favorecen sus intereses, ya que gran parte del presupuesto nacional se dedica a sostener el statu quo del conflicto armado. De allí que, en cierta medida, es ínfima la diferencia que existe entre los defensores a ultranza de la seguridad,  como alternativa única de los colombianos, y las Farc: ambos se necesitan para justificar sus acciones y dar satisfacción a sus ambiciones.

De allí la importancia de fortalecer los cambios democráticos que en el país y en el mundo se han adoptado, y de que la política de seguridad democrática esté al servicio de ese propósito. Aún más, nos atrevemos a sostener que en materia de seguridad estamos al tope de lo que ésta nos puede ofrecer, y su consolidación dependerá del acople que alcance con los fundamentos de la Constitución y la Ley.

La guerrilla y los demás grupos ilegales, incluido el narcotráfico, perderán todo fundamento filosófico y práctico si en Colombia se acaban los privilegios, la corrupción, las actitudes contrarias a la democracia y la exclusión política. Es decir, en la medida en que la democracia sea el factor que determine las relaciones entre los colombianos y la tolerancia, el pluralismo, la defensa de los DDHH y el DIH y la equidad sean los elementos que dirijan los propósitos de la nación.

En todo caso debemos insistir en que la conceptualización que presenta a la seguridad democrática como la panacea de nuestra democracia, no tiene nada de nuevo y que experiencias como esa ya las hemos vivido en algunos países latinoamericanos, con bien conocidas y muy catastróficas consecuencias.

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