Historias Recuperadas:
¿QUIÉN MATÓ A LA POBRE SARA?
Los 35 años de vitalidad de la
mujer se estrellaron contra el piso áspero y mugriento de una esquina de
Medellín, empujados por tres balas disparadas desde menos de tres metros de
distancia. Sus ojos se quedaron huérfanos de párpados, como imprecando al cielo
la razón de esos dardos alojados en su pecho, que le dejaban sendos orificios
por donde se escapaba presurosa la sangre, y con ella la vida.
En sus retinas se llevó
indeleble el rostro asustado y crispado del joven de unos 14 años que vaciló
unos segundos, pero después soltó las detonaciones letales. Retrato clavado
para siempre también en los ojos asustados de las personas que presenciaron el asesinato. Los mismos
que vieron cómo el adolescente se alejaba a prisa del escenario de algarabías
por otra vida segada.
El tumulto alrededor del
cadáver se alimentó durante mucho rato con los vendedores de frutas, de
periódicos y bagatelas del sector, de transeúntes desempleados y
desprogramados, así como de citadinos que la vida juntaba en el propósito de
esperar un bus para transportarse. Esquina palpitante de una urbe con la
ebullición propia de las ocho de la mañana, para la cual una mujer asesinada
era apenas una historia para llevar a casa al final de la jornada y un tema más
para la prensa y para la impunidad. A excepción de los grumos de sangre
desapareciendo por el ojo de una alcantarilla cercana, nadie diría, dos horas
después, que ese fue el teatro de operaciones de otro crimen de ciudad.
En abierta competencia, muy
rápidamente periodistas e investigadores judiciales entregaron detalles sobre
la víctima. Se trataba de una madre soltera de un niño de cuatro años y una
niña de dos, que al igual que muchos colombianos llevaba una vida de
pretensiones tan limitadas como el identificador con que la habían marcado en
la pila bautismal: Sarita*. Esa mañana se dirigía a su trabajo de salario
mínimo, en un taller de confecciones. Vivía en un barrio popular, de aquellos
cuyo nombre es referente de dificultades pero también de heroísmos rutinarios.
Esas características dieron pie a la solicitud insistente para que se aplicara
justicia, y a un seguimiento acucioso de la investigación por parte de los
medios de comunicación tanto regionales como nacionales.
¿CRIMEN DE CUELLO BLANCO?
Siempre diligentes, algunos
reporteros revelaron que el origen del asesinato estaría en los bienes raíces y
en robustas cuentas bancarias, herencia a la que la dama accedería muy pronto,
al igual que sus dos hermanos medios. Éstos eran reconocidos integrantes del
mundillo social de la ciudad, aunque ricos también en suscitar rumores que los
mantenían en el filo de la legalidad. Con tales elementos de juicio, el caso
adquirió un inusitado interés para la opinión pública. A su turno los
periódicos y radionoticieros proclamaron ¡caso aclarado!, en su lógica
redentora de los más débiles.
Los "sujetos" fueron
detenidos para regocijo de la ciudadanía, aunque la justicia los dejó libres
semanas más tarde, luego de reeditar la muletilla aquella de la falta de
pruebas.
CELOS QUE MATAN
En su reclamo para evitar un
nuevo caso de impunidad, detectives y periodistas emulando en perspicacia,
encontraron más tarde un indicio hasta entonces no valorado. Dos estruendosos
fracasos de amor con los papás de sus hijos aniquilaron en Sarita cualquier
interés por los requerimientos amorosos de nuevos hombres. Así se lo advirtió a
Lácides, un vecino del taller donde trabajaba; un "tumba-locas" con
reconocida fama de "traqueto" venido a menos. La pista partió de una amiga y compañera de
trabajo de la mujer asesinada, cuando reveló que ante el desdén y desplantes
que recibía de ella como respuesta a su obsesivo acoso, alguna vez le escucho a
Lácides una perentoria advertencia: "Prefiero a Sarita muerta antes que en
brazos de otro".
El azaroso personaje también
pasó a la presencia de los investigadores, a detención preventiva y ¡claro! a
mojar prensa: un matón de barrió era el responsable de la orfandad de dos niños
de cuatro y dos años. Aunque tarde, se había descubierto al verdadero autor
intelectual.
La tranquilidad de conciencia
de la ciudadanía, estimulada por estas informaciones, duró el mismo tiempo que
Lácides estuvo detenido. A las pocas semanas recuperó la libertad por las
trilladas razones de siempre: inexistencia de pruebas. De nuevo los golpes de
pecho de la opinión pública, el descrédito de los detectives y la molesta
impaciencia de periódicos y noticieros. Mientras, los ojos temerosos de los
testigos de aquella mañana, en aquella esquina, seguían sin pestañear.
TODO POR UN
"CARRITO"
Meses después, una llamada
telefónica activó de nuevo las alarmas. Un anónimo ciudadano, metido también a
detective estimulado por los informes periodísticos, hizo notar que
coincidiendo con la muerte violenta de Sarita se había desatado una guerra
entre dos bandas en un sector deprimido de la ciudad, precisamente donde ella
habitaba. La mujer se había radicado en aquel sector huyendo del desprecio de
su familia por los hijos ilegítimamente engendrados.
Las pesquisas llevaron a un
nuevo escenario hasta entonces menospreciado: en efecto, había coincidencia
entre el asesinato de Sarita y la confrontación a muerte desatada por esos días
entre las bandas de alias "Celio" y la del barrio vecino, la de
"Los Ticos", separadas
territorialmente por un profundo cauce de aguas negras.
Sólo entonces se pudo
establecer que un incidente ocurrido días antes del asesinato podría contener
la clave del mismo. Sarita había increpado fuertemente a un muchacho de la
pandilla de "Celio", la del otro lado de la cañada, porque estaba
utilizando a su hijo como aprendiz de mensajero: lo que en la jerga de las
bandas denominan "un carrito". Todo indicaba, y así lo registró la
prensa, que ese incidente le costó la vida a la dama y había desatado la lucha
de pandillas que todavía sacudía a esa populosa comuna de la ciudad.
Pero en esta fase de la
investigación hubo ausencia de detenidos, de declaraciones de las autoridades y
de elementos para nutrir titulares de prensa, porque las guaridas de las bandas
delincuenciales enfrentadas eran inexpugnables, al decir de las autoridades,
con la aquiescencia de los temerosos reporteros.
MADURANDO REMORDIMIENTOS
Ni las autoridades, ni los
periodistas ni los metidos a investigadores ocasionales, a pesar de las múltiples visitas al lugar del crimen, habían
reparado en un vendedor de frutas que contabilizaba doce años
"viviendo" en aquella esquina, que siempre los observaba con recelo,
que los atendía con evasivas y una mal disimulada indiferencia, y que por su
ubicación tuvo que ser testigo inmediato del crimen.
Antonio, el frutero, no sólo
lo presenció. También conocía de vista al sicario, porque deambulada
permanentemente por el sector. Sus ojos lo encontraron repentinamente, entre la
multitud de esa mañana, y hasta le dio tiempo para medir aquellos instantes de
vacilación antes de disparar, y luego para evaluar la manera como se escabulló
luego de la escena mortal.
Lo había visto antes, muchas
veces, merodeando como "alma en penas", con la mirada lánguida de una
niñez de privaciones, siempre con la misma descolorida pantaloneta, los mismos
zapatos tenis raídos y una invariable historia de carencias no resueltas en su
casa. Hasta esa fatídica mañana, en su esquina de vendedor estacionario de
todos los días...
Entonces comenzó para Antonio
una lucha sin orillas ni descanso, agudizada con cada versión periodística
sobre los hechos y con cada decisión judicial. El escondía un secreto: podía
identificar al autor material, así no supiera si era enviado de los hermanos
medios de Sarita, de Lácides el acosador o de la banda de "Celio". Lo
que tenía claro era que frente a su responsabilidad como ciudadano y como
creyente en las leyes divinas y humanas, necesitaba entregarle a las
autoridades la información que mantenía intranquila su conciencia. Pero como
simple e indefenso ser humano, le era imperativo cuidar su vida, porque era la
de los suyos, todos desvalidos.
Y le tocó seguir soportando,
aunque ya languideciente, el escándalo de los medios, el desatino de la justicia,
y al autor de los disparos, cada vez con menos frecuencia, porque era evidente
que estaba ascendiendo en la escala de valores sociales que había escogido. Los
primeros días, luego del crimen, el mismo desastrado y confundido muchacho.
Meses después, un agresivo conductor de moto de mediano y luego de alto
cilindraje. Y al cabo de unos pocos años, desplazándose en un vehículo
ostentoso y rodeado de personas que evidentemente estaban a su servicio. Todo
el tiempo, acercándose a comprarle sus frutas, igual de elusivo y de reservado.
Un día Antonio descubrió desde
su esquina de frutas multicolores a un niño gamín de unos ocho años, que lo
acosaba con una mirada que no era de demanda de ayuda, como siempre sucedía. Al
avanzar en un poco fluido diálogo, el párvulo le soltó la razón de su muda
súplica: "¿Señor, usted no vio
quién mató a mi mamá aquí en esta acera, hace como cuatro años?". El
recuerdo de la torpe negativa y las evasivas posteriores y los esfuerzos para
sacudirse remozados remordimientos, no lo dejó dormir esa noche. El niño
abandonado y aturdido fue el detonante de la decisión que entonces tomó: se
borraría del alma la escena obsesiva del joven disparando contra Sarita y luego
la mirada sin vida de ella, reclamando justicia y el tropel de señalamientos y
conjeturas y la pesadumbre creciendo sin medida. Optó por una alternativa
inusual: hablar con el homicida.
"A LO BIEN"
Pedro reconoció de inmediato a
su huraño proveedor de frutas en aquella esquina tan familiar para ambos. Lo
midió con una mirada rápida y escucho su reclamo sin parpadear, con la
seguridad que da un secreto involuntariamente compartido aunque nunca
comentado. Con la misma rapidez con que desenfundaba un arma y la vaciaba sin
consideración sobre la víctima, llegó a una conclusión: si ese insignificante
hombrecito no lo había delatado ante las autoridades en esos cuatro años, no
había razones para que ahora lo hiciera. Y lo descargó de remordimientos. No
tenía que reconocer nada, sólo contar por qué lo había hecho. Y lo dijo sin
rodeos.
"Por esa vuelta no me
pagaron los Pérez ni el tal Lácides ése, ni los del combo de Celio, como dijo
la tomba y dijeron en televisión, esa fue la prueba que me pusieron para
convertirme en pistoloco. La verdad es que me mamé de buscar camello, de que me
faltoniaran y de que el hambre se estuviera comiendo a la cucha y a todo el
mundo en el rancho. Entonces unos manes me convencieron de que fuera a la
oficina y allá un duro me dijo: 'sabe qué pelao, si usted quiere camellar con
nosotros con finura, vaya a tal esquina y quiebre al que primero aparezca, que
ahí vemos si hace la vuelta a lo bien'. Ese día le figuró a una catana, a la
pobre Sara".
Reportería: Jaime A. Fajardo
Landaeta
Redacción: Fernando Cadavid
Pérez
*Nombres y otros referentes,
cambiados.
Artículo publicado en el periódico El Mundo del lunes 16 de septiembre de
2002.
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