15 de septiembre de 2014

¿QUIEN MATÓ A LA POBRE SARA



Historias Recuperadas:

¿QUIÉN MATÓ A LA POBRE SARA?

Los 35 años de vitalidad de la mujer se estrellaron contra el piso áspero y mugriento de una esquina de Medellín, empujados por tres balas disparadas desde menos de tres metros de distancia. Sus ojos se quedaron huérfanos de párpados, como imprecando al cielo la razón de esos dardos alojados en su pecho, que le dejaban sendos orificios por donde se escapaba presurosa la sangre, y con ella la vida.

En sus retinas se llevó indeleble el rostro asustado y crispado del joven de unos 14 años que vaciló unos segundos, pero después soltó las detonaciones letales. Retrato clavado para siempre también en los ojos asustados de las  personas que presenciaron el asesinato. Los mismos que vieron cómo el adolescente se alejaba a prisa del escenario de algarabías por otra vida segada.

El tumulto alrededor del cadáver se alimentó durante mucho rato con los vendedores de frutas, de periódicos y bagatelas del sector, de transeúntes desempleados y desprogramados, así como de citadinos que la vida juntaba en el propósito de esperar un bus para transportarse. Esquina palpitante de una urbe con la ebullición propia de las ocho de la mañana, para la cual una mujer asesinada era apenas una historia para llevar a casa al final de la jornada y un tema más para la prensa y para la impunidad. A excepción de los grumos de sangre desapareciendo por el ojo de una alcantarilla cercana, nadie diría, dos horas después, que ese fue el teatro de operaciones de otro crimen de ciudad.

En abierta competencia, muy rápidamente periodistas e investigadores judiciales entregaron detalles sobre la víctima. Se trataba de una madre soltera de un niño de cuatro años y una niña de dos, que al igual que muchos colombianos llevaba una vida de pretensiones tan limitadas como el identificador con que la habían marcado en la pila bautismal: Sarita*. Esa mañana se dirigía a su trabajo de salario mínimo, en un taller de confecciones. Vivía en un barrio popular, de aquellos cuyo nombre es referente de dificultades pero también de heroísmos rutinarios. Esas características dieron pie a la solicitud insistente para que se aplicara justicia, y a un seguimiento acucioso de la investigación por parte de los medios de comunicación tanto regionales como nacionales.

¿CRIMEN DE CUELLO BLANCO?

Siempre diligentes, algunos reporteros revelaron que el origen del asesinato estaría en los bienes raíces y en robustas cuentas bancarias, herencia a la que la dama accedería muy pronto, al igual que sus dos hermanos medios. Éstos eran reconocidos integrantes del mundillo social de la ciudad, aunque ricos también en suscitar rumores que los mantenían en el filo de la legalidad. Con tales elementos de juicio, el caso adquirió un inusitado interés para la opinión pública. A su turno los periódicos y radionoticieros proclamaron ¡caso aclarado!, en su lógica redentora de los más débiles.

Los "sujetos" fueron detenidos para regocijo de la ciudadanía, aunque la justicia los dejó libres semanas más tarde, luego de reeditar la muletilla aquella de la falta de pruebas.

CELOS QUE MATAN


En su reclamo para evitar un nuevo caso de impunidad, detectives y periodistas emulando en perspicacia, encontraron más tarde un indicio hasta entonces no valorado. Dos estruendosos fracasos de amor con los papás de sus hijos aniquilaron en Sarita cualquier interés por los requerimientos amorosos de nuevos hombres. Así se lo advirtió a Lácides, un vecino del taller donde trabajaba; un "tumba-locas" con reconocida fama de "traqueto" venido a menos.  La pista partió de una amiga y compañera de trabajo de la mujer asesinada, cuando reveló que ante el desdén y desplantes que recibía de ella como respuesta a su obsesivo acoso, alguna vez le escucho a Lácides una perentoria advertencia: "Prefiero a Sarita muerta antes que en brazos de otro".

El azaroso personaje también pasó a la presencia de los investigadores, a detención preventiva y ¡claro! a mojar prensa: un matón de barrió era el responsable de la orfandad de dos niños de cuatro y dos años. Aunque tarde, se había descubierto al verdadero autor intelectual.

La tranquilidad de conciencia de la ciudadanía, estimulada por estas informaciones, duró el mismo tiempo que Lácides estuvo detenido. A las pocas semanas recuperó la libertad por las trilladas razones de siempre: inexistencia de pruebas. De nuevo los golpes de pecho de la opinión pública, el descrédito de los detectives y la molesta impaciencia de periódicos y noticieros. Mientras, los ojos temerosos de los testigos de aquella mañana, en aquella esquina, seguían sin pestañear.

TODO POR UN "CARRITO"

Meses después, una llamada telefónica activó de nuevo las alarmas. Un anónimo ciudadano, metido también a detective estimulado por los informes periodísticos, hizo notar que coincidiendo con la muerte violenta de Sarita se había desatado una guerra entre dos bandas en un sector deprimido de la ciudad, precisamente donde ella habitaba. La mujer se había radicado en aquel sector huyendo del desprecio de su familia por los hijos ilegítimamente engendrados.

Las pesquisas llevaron a un nuevo escenario hasta entonces menospreciado: en efecto, había coincidencia entre el asesinato de Sarita y la confrontación a muerte desatada por esos días entre las bandas de alias "Celio" y la del barrio vecino, la de "Los Ticos", separadas  territorialmente por un profundo cauce de aguas negras.

Sólo entonces se pudo establecer que un incidente ocurrido días antes del asesinato podría contener la clave del mismo. Sarita había increpado fuertemente a un muchacho de la pandilla de "Celio", la del otro lado de la cañada, porque estaba utilizando a su hijo como aprendiz de mensajero: lo que en la jerga de las bandas denominan "un carrito". Todo indicaba, y así lo registró la prensa, que ese incidente le costó la vida a la dama y había desatado la lucha de pandillas que todavía sacudía a esa populosa comuna de la ciudad.

Pero en esta fase de la investigación hubo ausencia de detenidos, de declaraciones de las autoridades y de elementos para nutrir titulares de prensa, porque las guaridas de las bandas delincuenciales enfrentadas eran inexpugnables, al decir de las autoridades, con la aquiescencia de los temerosos reporteros.

MADURANDO REMORDIMIENTOS

Ni las autoridades, ni los periodistas ni los metidos a investigadores ocasionales, a pesar de las  múltiples visitas al lugar del crimen, habían reparado en un vendedor de frutas que contabilizaba doce años "viviendo" en aquella esquina, que siempre los observaba con recelo, que los atendía con evasivas y una mal disimulada indiferencia, y que por su ubicación tuvo que ser testigo inmediato del crimen.

Antonio, el frutero, no sólo lo presenció. También conocía de vista al sicario, porque deambulada permanentemente por el sector. Sus ojos lo encontraron repentinamente, entre la multitud de esa mañana, y hasta le dio tiempo para medir aquellos instantes de vacilación antes de disparar, y luego para evaluar la manera como se escabulló luego de la escena mortal.

Lo había visto antes, muchas veces, merodeando como "alma en penas", con la mirada lánguida de una niñez de privaciones, siempre con la misma descolorida pantaloneta, los mismos zapatos tenis raídos y una invariable historia de carencias no resueltas en su casa. Hasta esa fatídica mañana, en su esquina de vendedor estacionario de todos los días...

Entonces comenzó para Antonio una lucha sin orillas ni descanso, agudizada con cada versión periodística sobre los hechos y con cada decisión judicial. El escondía un secreto: podía identificar al autor material, así no supiera si era enviado de los hermanos medios de Sarita, de Lácides el acosador o de la banda de "Celio". Lo que tenía claro era que frente a su responsabilidad como ciudadano y como creyente en las leyes divinas y humanas, necesitaba entregarle a las autoridades la información que mantenía intranquila su conciencia. Pero como simple e indefenso ser humano, le era imperativo cuidar su vida, porque era la de los suyos, todos desvalidos.

Y le tocó seguir soportando, aunque ya languideciente, el escándalo de los medios, el desatino de la justicia, y al autor de los disparos, cada vez con menos frecuencia, porque era evidente que estaba ascendiendo en la escala de valores sociales que había escogido. Los primeros días, luego del crimen, el mismo desastrado y confundido muchacho. Meses después, un agresivo conductor de moto de mediano y luego de alto cilindraje. Y al cabo de unos pocos años, desplazándose en un vehículo ostentoso y rodeado de personas que evidentemente estaban a su servicio. Todo el tiempo, acercándose a comprarle sus frutas, igual de elusivo y de reservado.

Un día Antonio descubrió desde su esquina de frutas multicolores a un niño gamín de unos ocho años, que lo acosaba con una mirada que no era de demanda de ayuda, como siempre sucedía. Al avanzar en un poco fluido diálogo, el párvulo le soltó la razón de su muda súplica:  "¿Señor, usted no vio quién mató a mi mamá aquí en esta acera, hace como cuatro años?". El recuerdo de la torpe negativa y las evasivas posteriores y los esfuerzos para sacudirse remozados remordimientos, no lo dejó dormir esa noche. El niño abandonado y aturdido fue el detonante de la decisión que entonces tomó: se borraría del alma la escena obsesiva del joven disparando contra Sarita y luego la mirada sin vida de ella, reclamando justicia y el tropel de señalamientos y conjeturas y la pesadumbre creciendo sin medida. Optó por una alternativa inusual: hablar con el homicida.

"A LO BIEN"

Pedro reconoció de inmediato a su huraño proveedor de frutas en aquella esquina tan familiar para ambos. Lo midió con una mirada rápida y escucho su reclamo sin parpadear, con la seguridad que da un secreto involuntariamente compartido aunque nunca comentado. Con la misma rapidez con que desenfundaba un arma y la vaciaba sin consideración sobre la víctima, llegó a una conclusión: si ese insignificante hombrecito no lo había delatado ante las autoridades en esos cuatro años, no había razones para que ahora lo hiciera. Y lo descargó de remordimientos. No tenía que reconocer nada, sólo contar por qué lo había hecho. Y lo dijo sin rodeos.

"Por esa vuelta no me pagaron los Pérez ni el tal Lácides ése, ni los del combo de Celio, como dijo la tomba y dijeron en televisión, esa fue la prueba que me pusieron para convertirme en pistoloco. La verdad es que me mamé de buscar camello, de que me faltoniaran y de que el hambre se estuviera comiendo a la cucha y a todo el mundo en el rancho. Entonces unos manes me convencieron de que fuera a la oficina y allá un duro me dijo: 'sabe qué pelao, si usted quiere camellar con nosotros con finura, vaya a tal esquina y quiebre al que primero aparezca, que ahí vemos si hace la vuelta a lo bien'. Ese día le figuró a una catana, a la pobre Sara".

Reportería: Jaime A. Fajardo Landaeta
Redacción: Fernando Cadavid Pérez

*Nombres y otros referentes, cambiados.

Artículo publicado en el periódico El Mundo del lunes 16 de septiembre de 2002.


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