VIVIR CUESTA ARRIBA
¡Ah malo que será este h.p.!
Un día antes del paro cívico de
1981que frenó en seco a Colombia, Manuel y la dirigencia del movimiento tenían
listos todos los preparativos, incluidas las medidas de seguridad y los
aspectos de clandestinidad que la empresa requería. El fogoso dirigente
insistía ante sus compañeros que tomaran la precaución de dormir por fuera de
sus casas esa noche, porque era previsible que las autoridades las allanaran y
en esa eventualidad serían detenidos sin atenuantes.
Por insólito que parezca, el
líder desoyó su propia voz y se fue a descansar al barrio Loreto de Medellín, en
su residencia. A eso de las cinco de la mañana escuchó el rumor creciente de voces
solapadas, se levantó y observó por la ventana del segundo piso, justo cuando un
numeroso grupo de militares invadía la casa contigua, la de su padre.
A empellones, los militares expulsaron
de las camas a sus papás y hermanos, a tiempo que indagaban con feroz
insistencia por el paradero del dirigente sindical. Todos negaron su presencia
en el lugar pero el padre, con gesto hierático y resuelto, levantó un índice acusador
hacia la edificación aledaña, desde donde el perseguido espiaba la escena,
detrás de las cortinas.
De allí lo sacaron a las patadas para
subirlo a un vehículo militar. Inicialmente pretendían llevarlo a un lugar
desconocido, seguramente para torturarlo y luego desaparecerlo según práctica
ya en boga. Pero como todos los vecinos se habían despertado gracias al tropel,
optaron por conducirlo con total sigilo al Batallón Bomboná. Su madre y
hermanos lo buscaron por toda la ciudad inútilmente; entonces acudieron ante
las autoridades para denunciar el hecho. Mientras tanto, al batallón llegaban
legiones de detenidos de toda la ciudad, convulsionada por la movilización de
protesta.
Antes de su captura Manuel alcanzó
a comunicarse con Hugo, un abogado amigo y también líder de la organización,
para alertarlo sobre la llegada de la tropa a su casa y pedirle que pasara la
voz para que los compañeros de aventura reforzaran su seguridad. Cuando en un
recinto del batallón soportaba la andanada de golpes con que lo recibieron, se
enteró de que Hugo también había caído en las redadas. La noticia lo dejó
pasmado, pues no sabía quién estaría al frente de la protesta y, lo más grave,
quiénes se pondrían en la tarea de interceder por ellos.
Cuatro días después fueron
trasladados a la sede del F-2, en el barrio Belén, donde ya antes había estado
detenido. Ahora recuerda que mientras lo torturaban, los militares se mofaban
comentando: “Cómo será de malo este hijueputa que el mismo papá lo entregó”. Esa
traición le dolía más que la golpiza que estaba soportando; fue un quemón en el
alma que nunca cicatrizó.
Manuel sacude la cabeza en vano
intento por espantar los acuciantes recuerdos que se le han venido en catarata,
ahora que nuevamente está de visita en Loreto, el barrio – regazo de toda su
vida. Es diciembre de 2011 pero esta vez, más que un reencuentro con los
amigos, familiares y vecinos de siempre, se ha topado con la revuelta película
de sus 58 años ya cumplidos.
Entonces, trata de ponerle un
orden cronológico a esta barahúnda de remembranzas. Sonríe al evocar que en su
infancia, cuando le preguntaban: ¿Ola niño, dónde vives? respondía con premura
y naturalidad que era de El Poblado parte alta, tratando de impresionar, pero
en realidad haciendo burla de su muy humilde condición social. Lo cierto es que
en la actualidad es más fácil llegar a Loreto por la vía San Diego - Las Palmas
que por la carretera antigua que conecta con el oriente antioqueño desde el
barrio Buenos Aires, subiendo por el barrio La Milagrosa. Ironías de la vida: ahora
las humildes y vetustas casas de la parte alta de Loreto están a muy contados
pasos de los flamantes edificios de apartamentos que por esos lados dan inicio
al sector de El Poblado.
Los barrios más conocidos de la
comuna nueve de Medellín son Loreto, La Milagrosa, El Salvador, Gerona y Buenos
Aires. Hace muchos años, cuesta arriba desde la terminal de buses, los
habitantes de Loreto se internaban por un dédalo de callejones para cruzar por
sectores variopintos del barrio como La Esmeralda, El Chulo, el Plan y Las Trincheras,
hasta desembocar en la cancha de fútbol. Luego podían avanzar hacia el barrio
El Salvador recorriendo otro callejón del sector de El Nacional y Los Palos,
que conducía a las calles Bomboná o Ayacucho, para finalmente acceder al centro
de la ciudad.
Hoy gran parte de este entramado
de senderos peatonales que unía los barrios, y a estos con el corazón de Medellín,
se ha convertido en un cordón de movilidad que facilita el tráfico de armas y
drogas adictivas por parte de grupos ilegales, al igual que su comunicación con
otros combos y bandas. También es frecuente encontrar las denominadas por las
autoridades “casas de vicio”, junto a una inusitada proliferación de pequeños
negocios.
Son muchos los recuerdos que ahora
le hacen pandilla a Manuel en su cabeza. Falta poco para el mediodía y está en
el atrio de la humilde capilla. Al frente, un parque pequeño, dotado con unos
pocos y desvencijados juegos mecánicos, en ese momento tomados por multitud de niños
que de esta manera le hacen tiempo al traído del Niño Dios de por la noche. El
hombre tiene tatuada en su mente la imagen siempre nítida de Joaquín Gómez
López, el padre ya fallecido, el que le dio dedo impunemente en aquel amanecer
de convulsión social nacional.
Joaquín era descendiente de
campesinos del oriente antioqueño y sus hijos siempre han reconocido que les entregó,
como preciada heredad, la enseñanza de que todo en la vida se consigue trabajando
con tenacidad y verraquera, desde que se tiene uso de razón. Por eso Manuel se
vio forzado a terminar los estudios de primaria y bachillerato en horas de la
noche, mientras se ocupaba durante el día en todo tipo de oficios.
Su madre, María González, nació
en una de las comunas de Medellín y parió con todos los dolores bíblicos a diez
críos que la obligaron a luchar hombro a hombro con su marido para hacer de
ellos gente de bien, con todas las letras. Era inevitable que cada año apareciera
en el hogar, como por arte de birlibirloque, un nuevo hermanito. Sola, María llegaba
a la casa en taxi procedente del hospital, mientras su padre seguía en las labores de la
panadería y la carpintería. Pronto retomaba el mando de la casa; el único cambio,
además de los chillidos reeditados, era la dieta de caldos de gallina a que se
sometía durante 40 días con sus largas noches, aislada en una pieza para
evitarle la exposición a posibles vientos malignos…
María era una mujer noble,
abnegada y guerrera, sobreviviente de mil batallas libradas por su familia. De
joven, acaparaba todas las miradas, seducidas por su perturbadora belleza. Soportó
una niñez difícil; su madre trabajaba en la venta de productos de panadería,
calle por calle, así que la niña María quedaba en casa con apenas la compañía
de su primo Hernando, un año menor que ella y en quien siempre vio a un hermano,
y del tío Carlos, dos años mayor.
Su condición de hija de padre
desconocido generaba, en aquellos años, una discriminación tenaz, a la que se
agregaba que también la madre de María fue resultado de una relación
extramatrimonial: doble pecado según la Iglesia, encargada de hacer más pesada
esta carga moral. De allí se desprendía el sambenito de “hijos ilegítimos” que en
aquellos tiempos pesaba como loza sepulcral en todos los ámbitos: escolar,
familiar, del barrio y en el entorno social en general. Aún así, esta mujer que
en su juventud parecía una gitana bailadora de flamenco, no se dejaba amilanar
y el amor por su madre y sus dos “hermanos” (el primo y el tío) era muy
superior a los agravios de la godarria
altanera de la época.
En sus quince conoció a Joaquín,
cuando ambos participaban en una pequeña representación teatral: pronto nació y
creció el bichito del amor y a poco andar hubo matrimonio. Ella sabía de
entrada que en adelante no habría nada de nuevo para el disfrute, pero al fin y
al cabo esa era la impronta de su vida. Él era un hombre de contextura delgada,
parco en palabras, de rostro adusto solo alterado por un pequeño bigote y por todas
las huellas de una vida difícil y tallada a mano. Trabajaba en lo que resultara
y viajaba de un lugar a otro en busca de la supervivencia cotidiana. Ya la experiencia
le había enseñado demasiadas cosas a la pareja, así que estaba suficientemente
madura como para emprender este nuevo reto.
La primera hija llegó con los 17
años de edad de María. Luego, año tras año se quedaba embarazada porque todavía
no eran fecundos los tiempos de la planificación familiar, en ese momento
inaceptable por parte de los voceros del oscurantismo que regía los destinos de
la familia, la Iglesia y la escuela.
Manuel decide abandonar esta primera estación de su visita al barrio, pues el
bochorno que también trepa por estas lomas le hace añorar una cerveza; además,
lo empiezan a marear unas tufaradas de marihuana procedentes del pequeño parque.
Mientras baja hacia el sector de El Chulo
recuerda que una de las enseñanzas que parecía respirarse como parte
consubstancial al aire, en esos andurriales, era que se dignificaba el papel de
la mujer en tanto cumpliera cabalmente la tarea de facilitar su preñez y traer al
mundo el mayor número posible de hijos. Esa era una de las funciones con que Dios la había bendecido, según rezaba la Santa Madre
Iglesia. Por añadidura, la sociedad también le endilgó cualquier cantidad de responsabilidades.
Cuando nació la cuarta hija, su
esposo Joaquín emprendió las de Villadiego sin ofrecer explicación alguna. Al
parecer la chispa del distanciamiento brotó de un momento de ira intensa o de celos
exacerbados. María jamás lo aclaró, pero asumió con entereza la responsabilidad
de levantar a esas cuatro criaturas, mientras crecía en su vientre el primer varón,
el futuro Manuel. Su único apoyo era el sustento escaso que le prodigaba su madre
y algunas monedas que conseguía lavando ropas en una quebrada del barrio
Castilla, donde transcurrió este drama. Pero verraca la vieja, dio la batalla,
según los recuerdos familiares.
Mery, la menor de las bebés para
ese momento, fue la víctima propicia de las enfermedades en boga, al punto que
una neumonía se la llevó de este mundo de carencias absolutas. Fueron días
difíciles que la mujer afrontó con exceso de coraje. Mientras, inmune, Manolito seguía creciendo en sus
entrañas, en tanto del paradero del esposo ausente nadie daba cuenta. Vale
anotar que la salud de los niños era precaria: sobrevivían a las epidemias más
tenaces de viruela y sarampión, altamente contagiosas. En su papel de
enfermera, María se entregaba plena a sus pacientes, mientras les decretaba la
cama por cárcel hasta la recuperación total. Hubo tiempos de fatal cosecha, con
seis de sus chiquillos compartiendo las viruelas… un agite propio de hospital de
guerra.
Cuando por fin apareció el lejano
marido, a falta de Mery ya el bebé andaba chillando por este mundo, con varios
meses de vida a cuestas. Si bien el pródigo dio muestras de arrepentimiento sincero
por el abandono de su familia, no dejó de hacer una pregunta absurda cuando se
tropezó con el recién nacido: Y este ¿de quién es? La respuesta al ofensivo interrogante
y a otros de su vida se la llevó María a la tumba. Así que la venenosa
incertidumbre siempre rondó la cabeza de Joaquín, el del dedo acusador, para
intoxicar de por vida su relación paternal con el inocente Manolito.
El retrovisor de la nostalgia
El hombre ahora encuentra tan trastornado
el paisaje geográfico como el afectivo. No están muchas de las personas que
conoció durante su niñez: unas se fueron de cementerio y otras montaron rancho
aparte con su descendencia en comunas o ciudades lejanas. De los viejos amigos
poco se sabe, aunque algunos se han integrado al paisaje del lugar.
Ahora el barrio dispone de una
buena cantidad de vías pavimentadas, con satisfactorios servicios públicos y un
transporte vehicular aceptable. La terminal de buses ya no colinda con el
templo: fue reubicada en el punto de acceso a la variante hacia las Palmas y la
vía para El Poblado. A su vez la iglesia Nuestra Señora de Loreto, patrona de
los aviadores, ha sufrido remodelaciones que la mantienen erguida y sólida en
un descanso de la cuesta, como vigía de la ciudad. Por todas partes brotan las
urbanizaciones, agotando espacios verdes. Se han construido escenarios
deportivos, aunque resultan insuficientes para el número de habitantes. También
ha crecido la oferta educacional: se levantan modernos colegios que atienden
una población estudiantil en aumento; uno de ellos, fruto de la tozuda gestión
de Manuel con un grupo de líderes. Pero persiste la poca capacidad de sus
habitantes para acceder a una universidad o al menos a una carrera técnica
determinada, si no es anteponiendo sacrificios y endeudamientos sin fecha de
vencimiento.
La comunidad reconoce estos
niveles de desarrollo que se han gestado a la par con un proceso de inmersión
creciente en la ilegalidad. Porque los problemas de pobreza y miseria conviven
con ella y el único expediente del rebusque no resulta suficiente para dar satisfacción
al conjunto de las necesidades vitales. Manuel decide que más tarde volverá
sobre esta reflexión porque ahora se siente más embebido en sus nostalgias. Ha
notado que las viviendas actuales guardan parte de la arquitectura con la que
se familiarizó en su infancia, aunque muchas han sufrido cambios en el diseño
habitacional. Las antiguas casas eran muy generosas en cuanto a espacio: nada
difícil encontrar que albergaran a diez personas, el promedio de integrantes de
un núcleo familiar. Todas incluían una extensión de tierra -el solar- destinado
al cultivo de pancoger que servía para ajustar los ingresos y así mitigar la
escasez de recursos que “abundaba” en la mayoría de los hogares.
Llega por fin, sudoroso y
sediento, a la esquina de la 33 con la 33, tan cara a sus afectos. La mente
vuela como cincuenta años, y entonces ve ahí, sobre la elevada acera que ahora da
acceso a una casa de familia, Las dos
jotas, la tienda que montara su padre en asocio con su amigo Julio para generar
un alto porcentaje del sustento doméstico común. El caso era que los Gómez
González, los papás de Manuel, redondeaban sus ingresos con trabajos de carpintería
y con la venta de productos de panadería, a los que con el tiempo se sumaría el
magro sueldo de alguno de los hijos, cuando se empleaba en cualquier
establecimiento comercial.
Las dos jotas era la única a tres cuadras a la redonda, y sitio de
encuentro de las amas de casa y de los señores que la usaban para chismosear y
perder el tiempo. El mejor psiquiatra y consejero en los barrios era quien
tuviera ese tipo de negocio, en razón de su contacto permanente con la comunidad,
condición que a Joaquín y a Julio les confería cierto liderazgo y una comunicación
permanente con los habitantes del sector.
Ese cruce de vías trepidante lo
llena de nostalgias. Allí concurrían y armaban gresca las barras de muchachos
del barrio: la del Plan en el sector
sur, la de las Trincheras en la parte
trasera, la del Nacional y la de La Milagrosa hacia el norte. En este punto de la cuesta coincidían
con la de El Chulo, que era la de
Manuel y sus amigos, la que jugaba de local.
Las peleas entre ellas se
libraban a puño limpio, a veces por defender a un amigo, aunque pronto se zanjaban
las diferencias. Otras, a punta de piedra que dejaban uno que otro herido; en
ocasiones la policía retenía momentáneamente a algunos jóvenes o a sus padres,
pero sin consecuencias. Las pandillas no se ocupaban de acciones delictivas,
así que cuando alguien pasaba la línea y “se le iba la mano”, quedaba excluido
de los programas recreativos o deportivos, así como de la compañía de sus pares.
Ahora evoca apodos que marcaron
esa y épocas posteriores, como el de Tembo,
el Indio, Calzones, los Chingas, Pino, Bandera, Tocino…
Muchos se enfrentaban ocasionalmente con armas blancas, pero pocas veces salían
heridos y no era fácil que se llegara al homicidio. Si bien algunos se juntaban
para cometer delitos menores como el robo, lo hacían en pequeña escala y en
otros sectores de la ciudad. Las peleas eran vistas como la reedición de un espectáculo
del circo romano: los curiosos (todo el barrio) rodeaban a los contrincantes
para conocer al más “varón”, o para comentar las posibles causas.
Muchas veces las asociaciones de
muchachos del barrio derivaban en equipos de fútbol que disputaban partidos con
sus similares de otros sectores. Estos se convertían en cantera de deportistas que
nutrían los equipos profesionales o las ligas inferiores. Para el recuerdo, su
más cercano amigo, Libardo Vallejo, a quien re-bautizó Chorillo porque se quemó en varias ocasiones, un diciembre, con uno
de esos juegos pirotécnicos. También, los dos hermanos menores de Manuel:
Néstor y Marcos, más los Builes, León y Oscar (un negro muy conocido por sus habilidades
futboleras, amén de su parecido con Pelé;
y Pelé se quedó), los hijos de Ñao: Darío, Alberto, Hernando y Aristides,
los Barrera, los Ardila (cuatro hermanos), los Chaverra y, en fin, una notable
gallada fortalecida alrededor de sus familias y de actividades estudiantiles,
familiares y comunitarias: jóvenes que no fueron seducidos por el licor, la
marihuana o la siempre presente tentación del delito, debido al celoso control
de los padres y de la familia en general.
En síntesis, esas sesiones de los
muchachos juiciosos del barrio, todas las noches en las esquinas, se
convirtieron en fogata al calor de la cual se incubaron las más sólidas amistades.
Claro que con los años esta estampa se trocó por la de algún puñado de
muchachos que se parchaba por las
noches, en las esquinas, a fumar marihuana; los fines de semana redondeaban la
faena con el consumo de una mezcla de alcohol y otras sustancias, para abaratar
los costos. Pero era raro que intimidaran al vecindario, por el contrario, lo
trataban con respeto.
El apogeo del rebusque
Manuel encuentra que hoy en
Loreto abundan los pequeños y medianos negocios que se amontonan uno tras otro
en todas las cuadras, sin que se sepa si hay demanda para el exceso de oferta:
expresión que fortalece un sentido comercial entre los sectores populares, el
incesante rebusque propio de la idiosincrasia antioqueña. En el sector descrito
tampoco falta algún ostentoso negocio del que se sospecha un origen “caliente” que
todo el mundo cree conocer, pero que se mantiene como explosivo enigma
comunitario.
Además es secreto a voces que
todos los conductores de buses pagan extorsión a los combos por las rutas que
cubren. A tal punto, se rumora, que existe un encargado por cada empresa de
transporte de negociar con los jefes de las bandas las cuotas globales
correspondientes a los vehículos. Otros van más allá al asegurar -siempre en
voz baja- que los verdaderos dueños de una de las flotas están vinculados con
el narcotráfico. Como han señalado los investigadores sociales, se trata de la
expresión de “una mentalidad mafiosa que sigue teniendo gran peso al operar
como un nutriente de prácticas guerreras que legitiman una cultura de la
ilegalidad”.[1]
Este paisaje social propicia la
dedicación de grupos de jóvenes y niños a tareas propias de la actividad
delictiva en los territorios de la ciudad. De esta manera se dinamiza el
ejercicio de la extorsión y la operación de las “casas de vicio”. El barrio
Loreto no escapa a este cuadro: los muchachos de las esquinas se juntan para
consumir alucinógenos, mientras se cuidan del ataque siempre latente de los
combos vecinos. Ellos han encontrado oficio vigilando las “fronteras” de su
territorio, vendiendo vicio o cobrando las “vacunas”.
El sector conocido como “El
balcón de Medellín”, de obligada confluencia para abordar los buses con destino
al centro de la ciudad, hoy es una azarosa zona de frontera de estas
organizaciones. Aunque en los últimos meses no se han presentado enfrentamientos
ni balaceras entre los combos del barrio, muchos vecinos opinan que son cosas
del pasado, que ahora reina la tranquilidad. Pero se trata de una calma chicha
que en cualquier momento se puede romper, porque las condiciones están dadas,
como esfinges inmóviles.
Manuel repara en una contradicción:
mientras crecen las inversiones del Estado en programas sociales, deportivos,
educativos, de seguridad e infraestructura, se afianza el poder de las
agrupaciones ilegales, al pelechar una cultura de apego a sus prácticas en el
seno de algunos hogares. En los sectores populares se sabe quién vende la
droga, quién extorsiona a los conductores y a los propietarios de negocios, y
conviven sin problema con tal situación. Muchas familias son conscientes de que
algunos de sus miembros han participando en asuntos ilegales, pero no parece importarles.
En resumen, la actividad del
narcotráfico ha cooptado los barrios, le ha ganado terreno a la
institucionalidad y a la legalidad, y ha penetrado todo el andamiaje social y
familiar. A Manolo le duele este panorama
de deterioro en las costumbres, consolidado con el paso de los años sin que el
Estado asuma su responsabilidad, y a la sombra de una sociedad cómplice. Es
consciente de que sus luchas siempre han girado entorno a la búsqueda de
alternativas para ganarle la batalla a este cáncer que carcome el tejido social
y que somete a la gente al imperio de la transgresión. Pero también, que se
debe empezar por reconocer el problema para plantear soluciones. Reflexiona que
no se puede atacar un mal que por tanto años ha sido como la sombra del
caminante, y mucho menos tratarlo como si fuera un problema coyuntural, aunque le
anima la certeza de que las soluciones llegarán algún día.
Estatus de obrero
Sentado en la acera que otrora
daba ingreso a la tienda de su padre, y mientras siente rodar por su garganta
el suave amago de la cerveza, abstraído de la fiebre crepitante de la mañana
previa a la Nochebuena, Manuel centra sus recuerdos en la clase obrera.
Entonces hace remembranza de una ordenada procesión como de hormigas arrieras, que
todas las mañanas bajaba de las comunas: era una oleada de hombres que
encontraba ocupación en las diversas fábricas del Valle de Aburrá. Existían
unas condiciones laborales con garantías aceptables, y el movimiento sindical significaba
una gran fortaleza para esa masa de trabajadores. De esta manera era posible
negociar con la empresa las convenciones laborales y los pliegos de peticiones,
año por año.
El resto de la población asentada
en los barrios populares vivía del usufructo de pequeños negocios, conservaba
estrecho vínculo con el campo donde aún vivía parte de la familia, y en algunos
casos ayudaba en el pequeño comercio o estaba vinculada a almacenes o a actividades
comerciales de pequeña y mediana escala.
Recuerda que don Julio, el socio
de su padre, tenía dos hijos empleados de una empresa textil; en similar
condición estaba el esposo de Bertha, la “doña de las inyecciones”, quien gracias
a su punzante actividad se ufanaba de conocer el mapa glúteo de casi todos los
hombres del barrio, y era su diversión comparar dichas geografías.
En cierta medida la vinculación a
una de esas empresas otorgaba un estatus entre los vecinos y por ende permitía
más cercanía con las muchachas del entorno; para ellas, el premio mayor era
hacerse a un novio que militara en ese ejército laboral. Ejército que crecía
permanentemente, configurando una situación muy significativa y esperanzadora
para las familias. El padre que trabajaba en una de las grandes o medianas factorías
tenía la posibilidad, con los años, de enganchar a sus hijos o parientes;
muchas veces se daban casos de obreros que sumaban varios familiares trabajando
en la misma empresa.
Pocas eran las personas que
lograban terminar los estudios secundarios y menos las que ingresaban a una
universidad. Además, en esas épocas un hijo era sinónimo de nueva fuerza de
trabajo en pro del sustento hogareño. De hecho Manuel perteneció a una
generación en la cual los padres profesaban la creencia de que los hijos se
debían preparar para llevar una vida calcada de la suya.
De allí se derivaban
comportamientos culturales expresados en criterios tan radicales como aquel de
que los padres siempre tenían la razón y eran depositarios de todas las verdades;
en consecuencia, se les debía guardar el máximo respeto y, frente a sus
decisiones, ¡apelación a los infiernos! El amor mezclado con el miedo que
inspiraban resultaba una mezcolanza ineluctable.
Es tal la nostalgia que lo embarga
con estas reminiscencias alentadas por el fervor navideño, que poco a poco va entrando
en una especie de trance que no quiere rehuir. Por su mente siguen avanzando,
frenéticos, los más diversos recuerdos de la lejana infancia.
Como los de 1962, cuando Colombia
clasificó por primera vez a un mundial de fútbol. En Arica - Chile, la Selección
se enfrentó al equipo de la Unión Soviética para traerse un histórico empate a
cuatro goles. En aquella ocasión el delantero barranquillero Marcos Coll logró
anotar el único gol olímpico que tenemos registrado, luego de vencer al mejor
guardameta del mundo, Lev Ivánovich Yashin, apodado La araña negra.
Con deleite, hace memoria de que
en dicho mundial las camisetas de los soviéticos tenían estampadas las letras
CCCP -que en alfabeto cirílico significa Unión de Repúblicas Socialistas
Soviéticas-. Pero la picaresca colombiana explicaba que con ellas los soviéticos
querían decir Con Colombia Casi Perdemos.
Transcurría el evento futbolero y
la muchachada del barrio se había concentrado en la casa de Manuel, una de las
pocas que se daba el lujo de tener un televisor, para ver el partido. Bien
pronto en la pequeña sala se amontonaron unos 18 hinchas. Don Joaquín, como
buen negociante, fijó una tarifa de un centavo para cada espectador, y le
encomendó a su hijo la tarea de recaudar el dinero, antes de que comenzara el espectáculo.
A la hora de rendir cuentas se contaban 18 cabezas pero sólo aparecían 17
monedas. El padre le recriminaba porque había dejado colar a uno, que debía
identificar y expulsar. Pero el muchacho no sabía quién podía ser, aunque sospechaba
de Orlando Saldarriaga, un compañero de escuela famoso por las diabluras que
protagonizaba. Era su contraparte: dicharachero, frentero y grosero, frente a
un Manuel tímido y respetuoso. Tal vez por eso era uno de sus mejores amigos.
El partido fue todo un rosario de
sufrimientos tanto para los jugadores colombianos como para sus hinchas, pues luego
de estar perdiendo 4-1 se logró el empate 4-4. Y que conste que la selección rusa
se vanagloriaba de disponer del mejor arquero de mundo. Resultó inolvidable
aquel cuadro de un arrume de fanáticos que se desgañitaba en celebraciones, en
la estrechez de una salita huérfana de una presencia femenina. La celebración
posterior, en las calles, fue la algarabía mayor.
También recuerda que cuando tenía
seis años ya ayudaba en la carpintería familiar, dispuesta en el sótano de la
vivienda. Allí se fabricaban baúles de madera que luego se forraban con trozos
de lata; por dentro se les pegaba papel periódico para ocultar la rústica leña.
Eran pesados y servían para guardar la ropa en el hogar. Joaquín exigía que el
niño le ayudara en estas tareas.
Un día el infante se quedó
dormido en uno de los baúles de la producción y, para reprimirlo por la falta, su
padre activó la sierra eléctrica y fingió que se disponía a cortar el mueble. Entonces
el niño despertó gritando y llorando a moco tendido. Joaquín no podía contener
la risa, pero dejó en claro que se trataba de una lección que no podría
olvidar. Por todo consuelo, la mamá le advirtió que no se preocupara, porque de
ese talante era el viejo. Así empezó a entender que adoptaba esa actitud como
una manera de reclamar su calidad de jefe de hogar, capaz de imponer unas
reglas de juego talladas en mármol. Ahora repara que se trataba de tiempos
marcados con un tinte pastoril, cuando no se reconocía la violencia
intrafamiliar como tal, y por lo mismo no existía norma que la regulara. Lo que
se vivía al seno de los hogares era deprimente, bajo el supremo poder del
padre; un dominio aceptado como pauta social que se materializaba con un índice
tenso, subiendo y bajando, como imagen de reprimenda que suplía mil palabras.
A partir del incidente del baúl, Manuelito desarrolló un temor infinito a
bajar a la carpintería, pese a que tenía la obligación de hacerlo. Entonces se
hizo el propósito de no dejarse vencer por el sueño, aunque trabajaba hasta
altas horas de la noche.
La vivienda familiar estaba
dividida en dos partes: la superior, destinada a las habitaciones y cocina, y
la inferior, ocupada por la carpintería; no había comunicación directa entre
ellas: para acceder al sótano era preciso utilizar un solar, contiguo a la casa.
Cuando allí levantaron una vivienda, hubo necesidad de extender el recorrido, haciendo
un rodeo por casi media manzana para poder ingresar por la calle inferior.
Al igual que en todas las casas
antioqueñas de la época, la cocina era un recinto sagrado, el territorio donde
ejercía supremo control la “mamá grande”: nadie podía pisar una baldosa si no
contaba con su beneplácito. Estaba equipado con un fogón de carbón y leña, un lavadero
de ropas hecho de piedra para propiciar el estregado y un rústico lavaplatos,
mientras que las paredes estaban sembradas de clavos para colgar utensilios.
También sobresalía un alambre tensado donde se oreaba y ahumaba la carne y una máquina
para moler el maíz para las arepas. Por un hueco del techo entraban los pájaros
durante el día a comerse la panela y el arroz con que María los cebaba.
Existía la costumbre de colgar encima
del fogón un hueso de novillo llamado calambombo
que se utilizaba, en periodos de crisis, para darle sazón a los caldos durante
varios días, y que terminaba siendo de uso comunitario porque otras familias lo
tomaban en préstamo con igual propósito.
La de aquella época era una
sociedad muy conservadora, fruto de la sempiterna y asfixiante influencia de la
Iglesia Católica, al extremo que cualquier castigo para los niños iba
acompañado de la exigencia ineluctable de hacer la confesión de boca, de manera
inmediata y ante el cura del barrio. Viene a la memoria de Manuel el tropel que
se armó en el barrio, cualquier día, porque dizque el mundo se iba a acabar. Toda
la algarabía se enrumbó hacia el pequeño templo, donde la gente hacía filas eternas
para confesarse y asistir a misa, debidamente azuzados por el cura párroco. Mientras,
otros feligreses auscultaban el firmamento como esperando el signo del
exterminio final que descendería del cielo. Al final nada sucedió, así que la
gente, aliviada, llegó a la conclusión de que por el momento la furia de Dios había
amainado, pero que no podían bajar la guardia.
Estampas de mi barrio
Ahora avanza cuesta arriba, hacia
El Chulo, que conduce a una calle conocida
como El Plan, tal vez porque es un
descanso en las siempre empinadas callejuelas del barrio. Ingresa a Los Caramelos, la tienda de César, su
cuñado, para instalarse en una mesa amarilla, profusamente marcada con los
logos de una empresa cervecera. César lo recibe eufórico, intercambian
información sobre sus familiares, pero el tendero debe seguir atendiendo el
incesante afluir de compradores en esta mañana de sábado, vísperas de Navidad. Mientras
consume una cerveza, Manuel vuelve a sacar anécdotas de su costal de
tormentosos recuerdos.
Tiempo ahora para rememorar que el
barrio surgió como una invasión de campesinos provenientes de diversos rincones
del departamento, en especial del oriente antioqueño. De hecho, Joaquín era del
municipio de Marinilla y había aprendido todo lo que podía ofrecer una vida consagrada
al agro, huérfano desde que tenía dos o tres años, cuando tuvo que irse a vivir
con uno de sus abuelos. También supo lo que era separarse de sus hermanos -doce
en total- a temprana edad, para salir al rebusque. Estos hermanos encarnaban un
fenómeno recurrente en el país, un proceso migratorio y de colonización,
marcado por la búsqueda de oportunidades económicas entre gentes pobres hasta
de solemnidad.
Para el período de estas
reminiscencias las calles del barrio eran polvorientas y ya habían instalado parte
del alcantarillado, pero las viviendas carecían de un equipamiento vital para
un bienestar mínimo, reflejo de las condiciones sociales de la ciudad. En una
pieza dormían hasta cuatro personas y había un pequeño recinto que hacía las
veces de baño: estaba equipado con un tubo de concreto llamado atanor, donde los
moradores descargaran su tumultuosa digestión. Hoy produce hilaridad, pero era habitual el
grito clamando por El Colombiano,
desde ese cuchitril, para rematar en debida forma la jornada. Algún generoso hermano
lanzaba las hojas por encima de la puerta. Manuel sonríe al recordar que hacía
su limpieza con las páginas sociales, y con las que reseñaban la siempre viva carreta
de los políticos de turno.
Su mamá era una esclava de los
quehaceres de la familia -como todas las madres en estos humildes hogares-
derivados de la atención debida a sus once miembros. Afanes que incluían un endemoniado
tren de preparación de alimentos que se iniciaba a las cuatro de la mañana, para
finalizar a eso de las diez u once de la noche: tragos al despertar, desayuno, media
mañana, almuerzo, algo, comida y una merienda para clausurar la jornada de
humo, brazas y cantaleta. Con el agravante de que no era de buen recibo repetir
menú...
Esta agenda no agotaba sus responsabilidades,
que se extendían a la tienda y la carpintería, para ayudar también en estos
menesteres al esposo y redondear así el sustento de la numerosa prole. Algún
dinerillo tenía que sobrar para que estudiaran, aunque Joaquín se mostraba
renuente, alegando que tenían que trabajar como unos varones, tal como a él le
había tocado toda una maldita vida. Los estudiantes debían hacer largas
caminatas para llegar a la escuela, amén de las extensas jornadas de estudio y
otras actividades.
En el barrio se compartían todas
las situaciones de las familias: el correveidile era el común denominador más
efectivo aunque distorsionado. En una ocasión Manuel estaba jugando con su
amigo Alberto -alias Trucus- cuando se encontraron un encendedor de
cigarrillos pero sin gasolina. Entonces se acercaron a un vehículo distribuidor
de bebidas gaseosas para aprovisionarse del tanque que estaba dejando escapar el
combustible. Alberto cometió el error de ensayar el encendedor cerca del
recipiente y en cuestión de minutos el carro quedó envuelto en llamas, mientras
que las botellas salían disparadas por todo el contorno, cual eficaces disparos
de mortero. Los vecinos se movilizaron ante el espectáculo, unos para tratar de
apagar el incendio, otros para averiguar qué había sucedido, y los más para
ayudar a diezmar la carga. Más tarde llegaron los bomberos y la policía, pero
afortunadamente nadie se dio cuenta del origen de las llamas. Joaquín sentenció
que de seguro era otra cagada de Orlando,
uno de los amigos del muchacho.
Manuel saca el tema de la muerte
de su fardo de historias: solo aparecía para llevarse a los viejitos, pocas veces
por motivo de homicidio o accidente que, cuando se daba, perturbaba al conjunto
de la población. Con mayor razón si la víctima era una persona joven, drama que
despertaba un gran sentido de solidaridad con su familia. Fue el caso de la
adolescente Bertha, de la familia de Los Chingas,
ahogada en un río para tribulación de toda la comunidad.
A propósito de muertos, eran
comunes las situaciones de pánico derivadas de su ocurrencia. Recuerda el
homicidio de Alberto, el Flaco,
cosido a puñal por Calzones en un
momento de rabia sin orillas. Esta muerte fue utilizada por los papás, como
siempre, para infundir temor al sentenciar: “déjate y verás que el Flaco te va a jalar las patas esta la
noche”. Un caso muy mencionado era el de Olga, que en su juventud se dedicó a
la prostitución y murió de neumonía, dizque de tanto fumar, y a la que le achacaron
múltiples apariciones durante años. Jóvenes y niños eran las principales
víctimas de estos temores, que se asociaban a castigos y a señales que Dios les
enviaba.
Después del velorio en la sala de
la casa y del entierro, las noches se convertían en un martirio para muchos,
pues el solo recuerdo generaba un nivel de pánico que espantaba el sueño, así
que terminaban durmiendo con sus papás. En ocasiones ese insoportable temor
llevaba a los niños a orinarse en la cama, por físico miedo de salir al baño, no
importa que amanecieran con una muy cálida humedad entre las piernas y
expuestos a la consiguiente paliza. Como la que doña María le propinó a Manolo un
día, a los doce años, cuando se olió que el mocoso se había atragantado con su
primer cigarrillo.
Ahora abandona por un momento la
tienda de su cuñado, expulsado por el sofoco sumado al creciente tumulto de
compradores que se aprovisionan para la cena navideña. Le sorprende no ver la
torre del templo, otrora visible desde todas las calles, pues las coronaba,
porque otra torre descomunal, de apartamentos, parece que la hubiera borrado del
mapa…
Sonríe al rememorar que el templo
fue levantado en lo más alto y remataba con un reloj gigante y de andar
enrevesado. Por esta razón servía como referencia en las narraciones de los
partidos de fútbol, entre el Nacional y el Medellín, cuando el locutor
aseguraba que funcionaba más el reloj de la iglesia de Loreto que las
alineaciones de los equipos. Y ya que de iglesias se habla, recuerda aquellos domingos
de obligada asistencia a la misa “en comunidad”. Él iba descalzo; vestía un
pantalón que le llegaba hasta la mitad de las piernas y que le hacía creer, muy
tieso, que estaba a la moda.
Tampoco puede ver, desde la calle
de El Plan en donde ahora está
parado, la trocha que conducía de la parte alta del barrio al Seminario Mayor.
En su cancha se enfrentaban los equipos de fútbol de los diferentes barrios o
sectores de la comuna, en desarrollo de los torneos inter-barriales. El
programa colectivo del fin de semana era “pegarse la subida” para disfrutarlos.
Aquí coincide Manuel con los estudiosos sociales que han indicado que el fútbol
es lenitivo en la lucha contra un entorno hostil y que da cuenta de la
permanencia de la voluntad popular: “El fútbol es capaz de crear y reproducir
identidades colectivas a través de un proceso de cohesión social que empieza en
el barrio, pasa por lo regional y termina en lo nacional”[2]. Además es una actividad
que asume el papel de la escuela al ocuparse de la enseñanza de valores.
Haciendo escuela
A propósito, la escuela donde
cursó sus años de primaria lo marcó para siempre. Rememora que en primero, como
alumno de la profesora Rosa, se le acabó el cuaderno de cien hojas y entonces le
pidió otro a su madre y en lugar de seguir escribiendo en él, se puso a pasar
todo lo que había copiado en el primero. Madrugaba a diario a hacer esta transcripción
hasta que la señorita Rosa se dio cuenta y convirtió el caso en motivo de chacota.
No olvida sus primeros años de
estudio en la escuela Santo Tomas de Aquino, a unos 15 minutos a pié desde su
casa; y a sus compañeros de clase entre los cuales se encontraban Orlando y
Darío. Su madre y doña Mercedes, la madre del segundo, se turnaban para
llevarles la media mañana durante los recreos escolares. Envasaban el chocolate
con leche en botellas de gaseosas, y lo acompañaban con unas galletas que María
sacaba de la panadería o de la tienda, a hurtadillas del dedo acusador del papá.
A la hora del almuerzo las
maestras escogían a los más delgados para llevarlos al comedor comunitario, que
quedaba en el barrio El Salvador. Entre ellos clasificó Manuel quien, luego de
consumir el alimento, corría hasta su casa en Loreto para reclamar el almuerzo y
regresar piponcho a la escuela. En la
década de 1960 el gobierno norteamericano, en desarrollo del programa Alianza
para el Progreso, enviaba para los estudiantes leche en polvo que era disuelta
en agua para su distribución, acompañada con un pan. Los maestros aprovechaban
para catequizar a los niños acerca de la importancia de los Estados Unidos, y
de la gratitud debida a esa portentosa Nación. Los muchachos recibían este
suplemento alimenticio con inmenso agrado.
Durante su vida de estudiante varias
veces sufrió fracturas de huesos y se enterró clavos en los pies, amén de otros
accidentes menores, pero no por ello abandonaba la escuela. Su padre jamás lo
acompañó, ni siquiera para averiguar cómo andaba el desempeño escolar. Pero
luego de aprobar el tercer año de primaria se retiró, cansado de soportar la constante
cantaleta paterna, con la exigencia de una mayor dedicación a las tareas
familiares. Era de tal dimensión su responsabilidad frente a ellas que, tan
pronto regresaba de clases, las asumía en la carpintería o en la panadería. Oficio
similar cumplían sus hermanas mayores e incluso los dos que le seguían en edad.
El sermón rutinario del viejo se
eternizaba en recalcar que había podido salir adelante en la vida porque era un
verraco y porque no se detuvo ante las difíciles circunstancias que debió
afrontar: y el índice galopando con cada palabra... Pensamiento en el que
coincidía con sus amigos Julio, José y en general con toda la patota de jefes
de hogar del barrio.
Quedaba consagrado entonces, en
el imaginario infantil, que estos eran atributos propios de una raza, la antioqueña,
que logró hacerse grande y emprendedora, al punto de crear sólidas empresas,
forjar líderes, abrir caminos y trochas, colonizar territorios y sembrar grandes
extensiones a partir de la fuerza divina y de ese “ábrete, sésamo” llamado
pujanza paisa. ¡Y saque pecho! Sin desconocer estas capacidades, en el fondo estaban
atravesados -como mulas muertas- unos valores ultraconservadores y religiosos,
sordos y ciegos ante la posible apertura a nuevas realidades.
De allí la determinación de Manuel,
todavía niño, de abandonar sus estudios para evitar más choques con Joaquín.
Entonces se vinculó de lleno a los oficios de la panadería, para dar comienzo a
otro capítulo tortuoso de su niñez.
El pan nuestro
La venta diaria de panes exigía del
niño prolongados recorridos hasta altas horas de la tarde. Iba de Loreto al barrio
Manrique, en la comuna vecina, cubriendo un trayecto de unas ocho horas a pié,
cargando una o dos canastas llenas del producto.
Su única compañía entonces era Muñeca, una perrita que lo acompañaba
desde hacía varios años. Recuerda que una mañana el animal se puso a revolcarse
en un pastizal donde yacía el cadáver de otra mascota que expedía un olor a mil
diablos. Entonces la hizo devolver para la casa, luego de tres horas de camino,
pero se quedó con la preocupación de si Muñeca
podría encontrar su hogar. Le volvió el alma al cuerpo, en la tarde, cuando
regresó y la encontró bañada y hasta perfumada: milagros de doña María.
Resultó vasto el aprendizaje que
le reportaron esas jornadas: la manera como la gente accedía a unos magros
ingresos a partir de ventorrillos instalados en la sala de la casa o utilizando
la ventana de una habitación, los entornos de sobrevivencia de muchas familias
y hasta el sentido de amistad y de solidaridad que florecía en estos agrestes
ámbitos. Fue toda una lección, un equipaje de vida ese inmiscuirse en la brega
diaria e infatigable de miles de hombres y mujeres del pueblo por afinar su capacidad
de resistencia, y un acicate sentir cercanas esas ganas que le ponían los
hombres y mujeres a la búsqueda de un devenir digno.
Este niño aprendiz de comerciante
buceaba en un ambiente difícil y lleno de incertidumbres. Cuando veía salir a sus
hermanos y amigos de la escuela, mientras él distraía la vida en otros
menesteres, se sentía presa de una angustia mortal, ante el futuro incierto que
avizoraba. Ya en su hogar se sentía sin una onza de alientos como para ponerse
a jugar con los amiguitos de la cuadra. La parvada de mocosos embolataba las
horas infinitas con el trompo, las bolas de cristal, los columpios, los carros
de rodillos, el remedo de vuelta a Colombia que se hacía con tapas de gaseosas sobre
rutas trazadas con tiza en las calles… Todos juegos ingenuos que no demandaban gasto
alguno pero que los mantenían unidos.
En síntesis, el niño Manolo naufragaba en un ambiente hostil
para su realización social. Es que “los
bajos niveles educativos, las pobres redes sociales y la indisponibilidad de un
capital inicial eran un lastre de hierro para tener alguna oportunidad de éxito
y reconocimiento dentro de los canales legales de ascenso”[3], según coinciden los
estudios sociales.
El traslado del vendedor de panes
de un lugar a otro era un desgaste mayúsculo, debido a las elevadas pendientes que
caracterizan esa zona. Al comienzo iba descalzo, pues apenas a los12 años conoció
un par de zapatos que fueran solo suyos, obsequio de la hermana mayor. En
muchas ocasiones las ventas eran escasas y entonces se desataba la ira santa
del padre eterno, que lo trataba de incapaz y de perezoso. Y el índice ahí, a
tiro de disparo…
El trato continuado con su
clientela generó tales niveles de conocimiento que, sin permiso de Joaquín,
empezó a autorizar ciertos plazos para los pagos del producto: eran ventas al
fiado. Apuntaba en una pequeña libreta las cantidades y fechas de otorgamiento
del forzado crédito. Pero el listado carecía de nombres, substituidos por apodos
o por alguna característica del cliente, según el parecer del novato comerciante.
Un ejemplo: “El 10 de febrero le
fié $5.00 a la señora Gafas”. “El 7
del mismo mes a Carevieja $10”. Un
día la señora Gafas le pidió la
cuenta y el niño abrió la libreta y le señaló el saldo. De inmediato ella advirtió
que no estaba escrito doña Gabriela sino un apodo vulgar que hizo tronar de furia a la deudora.
Aquí y ahora, en la tienda de
César, el cuñado, Manuel asiste al mini-tráfago que tantas veces presenció en
su vida de niño errante vendedor de comestibles. Ha regresado por otra fría, luego de saludar y hacerse
reconocer de viejos amigos. El negocio está abarrotado de artículos de primera
necesidad, y el característico olor de los buñuelos que se fríen a la entrada
domina el reducido espacio.
El granero es un escenario
multiusos: señoras que buscan un paquete de arepas de tela, jóvenes detrás de
una gaseosa o una cerveza, jubilados preguntando por unas salchichas y los
irreverentes niños de siempre, con los ojos pegados al televisor mientras
acosan por un puñado de caramelos, como si se quisieran llevar el nombre de la
popular tienda. Y con los niños viene pegado el recuerdo del reconocimiento que
se había ganado entre la gente del barrio, e incluso en la comuna. Muchas
personas lo apreciaban por la dedicación y seriedad en su trabajo. Algunas le obsequiaban
aguadepanela con leche o café cuando llegaba con sus productos.
Pero no faltó el malentendido que
le hiciera perder a un cliente. Ocurrió en un granero en donde solía tomarse un
tinto mientras aspiraba un cigarrillo, autorizado por la dueña pero sin el
consentimiento de su esposo. Un día este llegó del trabajo y al descubrir las
cenizas del cigarrillo llamó a su mujer para establecer quién estuvo allí. Ella
respondió que Manuel, el panadero. El viejo no creyó y al día siguiente lo esperó
impaciente. Aunque se sorprendió al constatar que se trataba de un niño, no
dejó de gritarle, sin lugar a explicaciones, que al negocio de su mujer no
volviera porque allí no admitía niños marihuaneros.
Vender el pan de cada día no era
su única responsabilidad, ya que después de la dura jornada debía bajar a la
plaza de mercado de Guayaquil, en el centro de la ciudad, para adquirir los
insumos y el surtido para la tienda familiar. Dicha plaza era un atiborrado centro
de ventas de todo tipo de granos, frutas, mercancías, restaurantes de mala sopa
y fuente de comercio de todo el mundo, principalmente de campesinos llegados de
los rincones del departamento. Eso sí: el menor descuido al momento de hacer
una compra o intercambio, era el indicado para convertirse en víctima de un
robo o asalto.
Manuel aprendió a hacer las compras
según el listado que le entregaba su hermana Marina. También le adjuntaba un
tarro de galletas vacío para que protegiera el lote de huevos que debía empacar
de tal manera que no se quebraran durante el transporte. El niño pasaba revista
por los diferentes negocios y empacaba las compras en un costal, siguiendo el
rígido protocolo advertido mil veces por la hermana. Al terminar, tomaba el bus
que lo conduciría al barrio, previa advertencia al conductor que dejaba el fardo
a su lado, y que por favor no permitiera que pusieran encima otros bultos porque
allí iban unos huevos.
Más se demoraba en acomodarse en
su asiento que en ver que otros pasajeros empezaban a subir con costalados de
mercado que arrumaban sobre el suyo. Claro, cuando abandonaba el vehículo con
su carga a cuestas, ya podía palpar un extremo del costal mojado y viscoso,
producto de las yemas de huevos sueltas de cáscara. Luego se las vería con la cólera
de Marina: “Te advertí que no trajeras esas zanahorias tan pequeñas”; “Mirá esas
cebollas ya marchitas y este no es el quesito”. Pero el desastre mayor se
producía al abrir la lata que contenía los huevos: la tortilla quedaba al
descubierto.
Sucedía que cuando en las horas
de la noche llegaba el padre a recoger el producto de las ventas del día, el
enojo era grande y el regaño mayor, si este no coincidía con sus expectativas. Su
hermana ya tenía callos de tanto enfrentar esta situación y las ineludibles reprimendas.
Una de las cosas que más impactó a
Manuel fue cuando gracias a un descuido, mientras surtía una de las tiendas, un
aparecido se alzó con la plata recolectada durante la jornada de ventas. La
mayor angustia era pensar en cómo iba a reaccionar el viejo, habida cuenta de las
barbaridades que a veces cometía cuando perdía los estribos. Por suerte él entendió
el llanto del niño y su explicación, aunque este tuvo que redoblar esfuerzos
para visitar más tiendas a partir de ese momento, como mecanismo para
incrementar las ventas y resarcir la pérdida de la cual se sentía responsable.
En una ocasión, luego de cubrir una
gran parte del recorrido y de visitar más de 20 negocios, cayó en la cuenta de
que el surtido seguía en las canastas, intacto y frío. Entonces sintió que la
moral se le iba a los pies… se desplomó sobre una gran roca, a la vera del
camino, cerca a la quebrada La Nicolasa, y dejó que las lágrimas corrieran a su
antojo. Muñeca no entendía lo que
pasaba, pero lo miraba y gemía, solidaria.
No era solo la preocupación
porque no sabía qué explicación darle a su padre, sino también una impotencia
tenaz por la imposibilidad de acceder a otras actividades que le abrieran opciones
y recursos para enfrentar la vida. A pesar de la momentánea cerrazón de su
mente, y de la rabia que lo atenazaba, logró superarse y retomar el camino en
la fiel compañía de su perra.
Con el paso de los años el
negocio de los panes empezó a decaer, así que llegó el momento en que Joaquín entendió
que era la hora de apagar hornos y dedicarse al manejo de un taxi, fruto de sus
ahorros. Para la compra echó mano -sin consultar- de la alcancía de su hijo.
Entonces Manuel pasó a vender unas galletas llamadas Twist, que él mismo preparaba y cuya receta sólo conocían su padre,
su madre y el pequeño panadero. Aunque el producto gustaba, su preparación resultaba
muy dispendiosa. Las horneaba en un aparato eléctrico y con las ventas pagaba
los costos de energía; con el resto mantenía su vocación ahorrativa. Pero
tampoco el negocio de las galletas dio palo y el niño tuvo que empezar a mirar
otras opciones. Tal vez era consciente de que la probabilidad de movilidad
social estaba dada tanto por las oportunidades económicas como por la
aceptación de la sociedad del ascenso, a partir del éxito en los negocios.
En ese sentido Manolo recupera otra historia, acaecida
justo aquí, al frente de la casa de doña Martha, a donde ha llegado buscando
una mejor panorámica de la ciudad. Esa vez se encontró con un conocido del
barrio, quien le dijo: “Niño, ¿quiere trabajar en un taller de mecánica?” Este
abrió tremendos ojos de la emoción y casi gritó su respuesta afirmativa. El sujeto
le pidió que lo siguiera hasta un taller situado en el centro de la ciudad,
pero no lo dejó pasar de la puerta. El chiquillo observó al hombre entrar y
hablar con varios de los mecánicos, luego salió y le dijo al muchacho: listo,
necesitamos que se consiga unos pesos para pagar por la entrada a trabajar.
Salió disparado a buscar a su
padre, le explicó el rollo y le solicitó el préstamo del dinero requerido.
Joaquín, viejo zorro, no creyó en minas con tanta plata, y acompañó a su hijo
hasta el famoso taller. Entonces el personaje les explicó que el dinero era
para los exámenes médicos, así que el viejo estuvo conforme y regresó a su
casa, dejando al niño que siguiera con el proceso, ¡porque tenía que aprender a
ser verraco! El empleador dijo que irían hasta una oficina para que le hicieran
el chequeo de salud respectivo. En las puertas de algún edificio le pidió a Manolito que lo esperara, que pronto
regresaría. Todavía no sabe durante cuántas interminables horas esperó al estafador,
quien nunca más apareció… Era el precio de buscar el anhelado ascenso en lo
laboral para superar una situación que difícilmente le daba para sostenerse.
El gran apoyo era su madre,
María, quien lo alentaba a avanzar sin desmayos. Estímulo que hizo posible que retomara
los estudios de primaria, esta vez en horas de la noche. Ingresó a muchas
escuelas nocturnas que muy pronto eran cerradas y otras carecían de
reconocimiento oficial.
Luego tuvieron noticia de un
establecimiento educativo destinado a personas adultas que trabajaran en el día.
Hasta allá llegó con la madre, y ella se extendió en ruegos ante el director para
que lo aceptara, debido a su corta edad que de seguro le impediría asumir las
responsabilidades de un adulto. La escuela se llamaba José María Córdova y quedaba
en la calle San Juan, cerca al cementerio San Lorenzo. La salida en horas de la
noche obligaba a Manuel a desplazarse hasta cercanías de la plaza de mercado de
Guayaquil para tomar el bus que lo llevara hasta el barrio Loreto.
La oportunidad de compartir y de estudiar
con personas mayores que él y que trabajaban durante el día en diversos
oficios, le proporcionó unas condiciones únicas en la vida que le ganaron madurez
y un mayor apego al estudio. En la azarosa travesía nocturna se le cruzaban bares,
cantinas y prostíbulos, ambientado todo con frecuencia de riñas, con borrachos,
con escenas de robos y cuanta actividad realizaba la delincuencia a la sombra
de la noche.
También había días en que la
falta de recursos para tomar el bus, después de salir de clase, lo obligaba a
emprender agotadoras caminatas, a veces solo, por los lugares más deprimidos de
la ciudad. Las condiciones del largo trayecto eran bastante arriesgadas ante la
ocurrencia de una posible incursión de los hampones. Salía del centro de la
ciudad a eso de las diez de la noche, y cruzaba los barrios de la comuna hasta
llegar a su casa a la medianoche.
Su madre lo esperaba en la cocina,
donde comía sin hacer ruido, para luego acostarse con igual sigilo, pues se
mantenía latente el temor de alterar el sueño de la familia, en especial el de
su padre. Compartía cama con otros dos hermanos, pero la abandonaba a eso de las
cinco de la mañana, cuando apresuradamente reeditaba sus rutinas.
Manuel también recuerda la noche cuando
se desplazaba por la calle San Juan y de repente salió de un prostíbulo, como
alma que lleva el diablo, una mujer que era perseguida por otra armada con un
puñal. Pasaron raudas por su lado y pronto la segunda alcanzó a su víctima para
clavarle el arma con furiosa insistencia en el cuello, ante la mirada atónita
del muchacho. Luego, la agresora emprendió la huida.
Ese incidente no lo dejaba
dormir; por su cabeza pasaba pertinaz la película de la brutal agresión y los
aullidos lastimeros de la mujer caída, al igual que la mirada extraviada de la
agresora. Cine de cada noche convertido en miedo lacerante cada vez que volvía
a cruzar por el lugar, como si la escena pudiera repetirse de nuevo, impunemente.
Ahora está al pie de la vivienda
de doña Martha, en un extremo de El Plan que
utilizaban de niños para elevar cometas. En aquellos tiempos ahí comenzaban los
terrenos de una finca que se extendía falda abajo, llena de vacas y de otros
animales, y famosa porque en la casa la familia armaba el pesebre más grande de
Loreto. Esta vez han reeditado la vieja costumbre, pero Manuel observa mucho
plástico y mucho relumbrón, muchas luces de destellos infinitos y tal vez
demasiado modernismo. Hecha de menos aquellos pesebres de musgo, de arbolitos,
de animales más grandes que las casas, de luces de velas veladas con papel
celofán de diversos colores.
Luego avanza hacia el costado
posterior de la edificación, que hace las veces de balcón sobre la magnificencia
de Medellín, y ante el soberbio espectáculo, extrae de su costal de recuerdos la
década 1960, de gran concentración y fortalecimiento industrial. Tanto, que la
ciudad llegó a alcanzar fama nacional e internacional. Estas condiciones favorecían
a sus habitantes y a los del Valle de Aburrá en general: quienes lograban vincularse
a una empresa textil, metalmecánica, de alimentos o cervecera se creían muy afortunados
porque, además de recibir unos pesos más que los vecinos y allegados que vivían
del comercio o de los pequeños negocios, podrían alcanzar la realización
personal y familiar.
Pero con el correr de los años y
para fatalidad de los sectores populares, este paisaje cambió al invertirse el
proceso, es decir, cuando se produjo la desconcentración de la industria hacía
otras regiones del departamento, en especial hacía el oriente antioqueño. Transformación
que se empezó a gestar a mediados de la década de 1960, aunque el modelo
industrial como tal no declinó, por el contrario se fortaleció con nuevas
factorías y novedosa tecnología, a costa de la reducción de mano de obra para
abaratar costos.
Maldita violencia
A partir del año 1968 Manuel
empezó a interesarse en las historias y relatos de su padre en relación con el
período de la llamada Violencia de los años 50, una epidemia de muerte y
desazón que azotó sin piedad al país y que en la década de 1950 se vivió en
campos y ciudades. Las venas abiertas resultantes de la brutal cosecha de crímenes
seguían clamando justicia, de manera que su ausencia marcó a varias generaciones
de colombianos.
Manuel es consciente de que su
país, salvo períodos de calma chicha, ha estado huérfano de paz en los últimos
200 años. Luego de la independencia se han podido contabilizar unas ocho
guerras civiles, incluida la lucha bipartidista conocida como la Violencia que,
según consenso de los investigadores, produjo cerca de 300 mil muertos. Después
habría de arreciar la barbarie generada por la guerrilla, que acompaña a los
colombianos desde hace medio siglo.
En todo caso, el adolescente sentía
que su sangre se sublevaba con la narración de algunas de las experiencias que
vivió Joaquín, y la manera como logró sortear las enormes dificultades que en
este contexto significaba desplazarse entre los pueblos. Encontraba insólito
que tuviera que cargar con dos carnés: uno lo identificaba como militante
conservador y el otro como un aguerrido liberal, para utilizarlos según el color
político dominante en cada lugar.
También le describía la forma
como se mataban entre sí los conservadores y los liberales, y sacaba a flote
una gratitud desmedida hacia el general Gustavo Rojas Pinilla porque, según sus
cuentas, puso fin a dicho baño de sangre y ejecutó grandes obras de impacto
popular.
Lo que más le impresionaba de estos
relatos era que estaban referidos a los miles de asesinatos de campesinos y de gente
del común por la supuesta defensa del color de unas banderas partidistas. Pero
más le llamaban la atención algunas frases de su padre cuando aludía a los
hechos violentos de esa época: llegó la hora en que dejaron de matar a campesinos,
a gente honesta, y eso lo celebró todo mundo, pero la tierra jamás regresó a
las manos de sus propietarios tradicionales, y nunca se hizo claridad acerca de
quién mató a sus parientes o amigos.
Según estas narraciones, el cese
del derramamiento de sangre se produjo cuando los jefes liberales y conservadores
de la época llegaron a un supuesto acuerdo. Pero para Joaquín, que conoció y
padeció todas sus barbaridades, se trataba solo de una falacia porque, según su
parecer, solamente el general Rojas Pinilla respondió por los pobres y le hizo
frente a la caótica situación del país; luego ellos mismos lo bajaron del poder
para continuar con sus fechorías. Precisaba que dichos jefes habían escogido una
junta militar a su amaño, y que convocaron en 1957 un plebiscito para que el
pueblo les refrendara su acuerdo de repartija del poder, y para alternarse la
presidencia cada cuatro años. El pacto en ningún momento se ocupó de los
factores determinantes de la violencia, aunque resultó muy benéfico para los “dueños”
del país; el pueblo siguió padeciendo sus efectos, potenciados luego con el
surgimiento de nuevos fenómenos de perturbación social.
Aunque el viejo provenía de un
pueblo de estirpe conservadora como Marinilla, era más liberal que el mismísimo
Gaitán pero se identificaba con las ideas de Rojas Pinilla. Recordaba cómo
traicionaron a los jefes guerrilleros liberales después de que estos se
entregaran a las tropas oficiales: decía que primero los pusieron a luchar por
ellos y después los ajusticiaron a todos; concluía sus remembranzas con una sentencia
inapelable: “Así es muy verraco acabar con la violencia”. Como todos los hombres
maduros de la época, Joaquín parecía adivinar el futuro: ese problema
estructural de nuestra sociedad se ha reciclado y sigue determinando la historia,
como un fenómeno que subsiste incólume, invulnerable.
En medio de estos relatos Manuel
descubrió que su padre tenía intactas las huellas de la tormentosa noche del conflicto
bipardista, y que de igual manera pensaban muchos de sus contemporáneos. Hasta
el cariño y apoyo que profesaban por las ideas anapistas y por el general Rojas
Pinilla traslucían la búsqueda de una causa que les permitiera revivir el sueño
frustrado de vivir en una auténtica democracia. Han advertido los
investigadores sociales que esa agonía colectiva, ya secular, genera el
surgimiento de “traumas síquicos, duelos no resueltos y sentimientos
retroactivos de responsabilidad íntima expresados en preguntas por lo que se
pudo hacer y no se hizo, o por la falta de cálculo en algunas de las acciones
efectuadas”[4].
Se trata de secuelas que implican elevados niveles de dificultad para recuperar
confianza en el otro y la vigencia de un temor expectante ante una posible
repetición de lo vivido, que complican la elaboración del pasado para poder
integrarlo en la historia individual, familiar, barrial y comunitaria.
En el barrio se empezaron a
asentar muchas familias provenientes de diferentes comunas y pueblos del
departamento. Una mujer, Maruja, llegó con su familia y a la media cuadra de Las dos jotas montó un negocio que se
convertiría en competencia comercial para Joaquín y Julio. Su familia estaba
compuesta por el papá, la mamá y una hija.
Al viejo le decían Papito Fo, pues ignoraba a los presentes
cuando dejaba escapar sus turbulentos gases. Y para colmo, en lugar de pedir
disculpas la emprendía contra el que exclamara fo, y lo corría a punta de piedras. La persecución se convertía en
un espectáculo de barrio popular.
En una ocasión un desconocido que
se tomaba una gaseosa en la tienda de Maruja, se sentó al lado del viejo, en una
banca al pié del granero. En esas Papito
fo soltó una de sus características flatulencias. El visitante solo atinó a
exclamar ¡fo!, ¡fo! y en un santiamén
se vio atacado por el viejo; entonces, igual que el gas casero, se evaporó de
inmediato.
Al lugar arribaron también varias
familias que habían resultado damnificadas de una crecida de la quebrada La Toma,
en inmediaciones del barrio Enciso, en la comuna ocho. Allí se apareció Víctor,
un mecánico que luego se casaría con Marina, su hermana. Es decir, el barrio
empezó a ser asiento de todo tipo de familias víctimas de desastres o del creciente
fenómeno del desplazamiento, originado en enfrentamientos entre amigos y
vecinos.
Las dificultades no menguaban las
capacidades de Manuel, quien mantenía su voluntad de seguir estudiando. Soñaba
con que algún día sería médico cirujano, obsesión que su padre espantaba con
recriminaciones e insultos, al estilo de “No sea pendejo mijo, usté no nació pa
esas vainas”.
Eran once los hermanos de su
padre Joaquín, incluido José, hermano medio fruto de la segunda unión del viejo,
luego que enviudó. Todavía bebé, lo alejaron del entorno familiar y lo llevaron
a las ubérrimas tierras cafeteras del Quindío y luego a Risaralda, así que no
conoció a sus otros diez hermanos. Un día de mayo de 1968, llegó el tal José a la
casa de Loreto, para conocerlos. Pero encontró la casa sola: todos andaban en
el entierro de la tía Margarita, una de ellas.
Manolo y hermanos se entusiasmaron con el modo de ser y las
historias que contaba el recién llegado. Que empezó la búsqueda de sus hermanos
cuando ya tenía unos 25 años; que solo sabía que eran muchos; que una vez se
había ido para Cali en busca de una tal Nena, una de las mayores… Esa historia
sí que les gustaba a los sobrinos: eran los estertores del período de la Violencia
partidista, pero se mantenía la zozobra generalizada. José sabía que Nena y su
esposo Clemente trabajaban en una pequeña tienda. Él era un liberal irreductible
y por tanto se había ganado enemigos godos a porrillo, así que tenía dispuesta
una escopeta, atrás de la tienda, apuntando hacia las mesas. Cuando José llegó
al negocio de su presunta hermana, empezó a repararla y con cada minuto se hacía
más urgente el llamado de la sangre.
Pidió una cerveza y antes de terminarla se
arriesgó a formular la pregunta que le hacía cosquillas en la garganta: “Dígame
usted señora, ¿conoce a una tal Nena Gómez?” Ella, midiendo la situación, sola
y enfrentada a un desconocido, lo negó con gesto desinteresado. En la
trastienda, Clemente se espabiló y apuntó su arma hacia el visitante preguntón.
José dio las gracias, pagó la
cerveza y emprendió la retirada. Pero no se aguantó, porque intuía que la
desconfianza estaba matando a la mujer. Entonces deshizo los pasos para repetir
la pregunta: “Perdone señora, ¿Usted es Nena Gómez?” Ella montó en cólera para
negar de nuevo, mientras Clemente volvía a montar la escopeta en la tras escena…
Entonces el forastero echó mano de un último recurso: sacó su cédula de
ciudadanía y le dijo: “Es que yo soy José Gómez, su hermano”. Ella abrió
tremendos ojos, exploró el documento y gritó ahogada en llanto: “¡Mi hermano!”;
ambos se fusionaron en un abrazo como de telenovela, mientras -en la trastienda-
Clemente respiró aliviado para musitar: “Casi mato a este hijueputa”.
Todavía a corta edad, Manolo empezó a trabajar en los bares del
centro de Medellín, en el sector de Guayaquil, cerca a la plaza de mercado
considerada como uno de los sitios más peligrosos en esa época; ocupación que pronto
abandonó porque se ejercía a altas horas de la noche.
“Se van a robar las elecciones”
Para finales de la década comenzaron
los preparativos para las elecciones que darían paso a un nuevo periodo
presidencial. El general Gustavo Rojas Pinilla se postuló como candidato por su
movimiento Alianza Nacional Popular -Anapo- que contaba con miles de
entusiastas y apasionados seguidores en las comunas de Medellín. El viejo
Joaquín se convirtió en un activista de la causa del general y lideraba todas
las tareas proselitistas encaminadas a buscar el triunfo del ídolo político. El
hijo, con sus hermanas, se entusiasmaba con la prédica de las opiniones paternas
acerca del candidato. Ya el destino los estaba señalando como luchadores,
defensores y animadores de las causas sociales.
La noche de los comicios la
familia esperó hasta por la noche los resultados. Cuando todo parecía indicar que
el general Rojas ganaría la contienda, el presidente Carlos Lleras Restrepo
ordenó suspender la transmisión de los escrutinios hasta el otro día. Fue
entonces cuando Joaquín advirtió con rabia y desconsuelo: “¡Se van a robar las
elecciones y van a poner a Pastrana de presidente!”
La realidad histórica es que a la
mañana siguiente apareció como ganador el candidato conservador Misael Pastrana
Borrero, proclamado luego como presidente electo de Colombia.
Recuerda Manuel el impacto que esta
noticia tuvo en su padre y en los vecinos, pues todo el barrio confiaba en el
triunfo de Rojas Pinilla y para lograrlo habían trabajado con tenacidad y
entusiasmo. La inconformidad se hizo incontenible en todos los rincones de la
ciudad, pero el clamor popular no logró echar para atrás el fraude electoral.
Esa era la democracia de papel
que vio levantar tanto a Joaquín como a su hijo y hermanos; los ciudadanos eran
engañados por la altiva oligarquía dominante. El reparto del poder entre la
dirigencia de los partidos Liberal y Conservador agotaba cualquier aspiración
de cambio y modificación del statu quo. Con el tiempo entendieron que Rojas
Pinilla nunca significó una alternativa de cambio para las masas populares,
pero aún así no se justificaban los métodos utilizados y el engaño infringido a
la voluntad popular.
La desconfianza entre la gente
del pueblo frente a las elecciones, al igual que en lo relativo a los pobres
resultados del Frente Nacional, era cada vez mayor y el descontento popular se
estaba potenciando en favor del abstencionismo; luego contribuyó al incremento del
apoyo a los grupos de izquierda y de la misma guerrilla, y al detrimento de los
partidos tradicionales.
Manuel recuerda que precisamente
a partir de esos hechos surgió el movimiento M–19 que, a diferencia de los
otros grupos guerrilleros, tuvo de entrada una gran presencia en los cascos
urbanos; hasta la comuna 9 de Medellín aportó la participación de varios de sus
vecinos como militantes.
Ahora abandona el mirador
improvisado, detrás de la casa de doña Martha, porque el sol sobre la cabeza
pretende derretirle sus memorias. Mientras lo elude en el alero de una vivienda
que hace esquina, muy cerca de la antigua casa paterna, se queda ensimismado
con el horizonte que redescubre hacia el norte del barrio. Del paisaje de
campo, de lomas verdes, infinitas, cargadas de monte o de rastrojo de donde recogían
las hojas de biao para los tamales y las varillas de bambú para hacer las
cometas, precisamente donde se alzaban imponentes las letras emblema de la
pujanza paisa “COLTEJER”, nada ha quedado. Solo una mancha informe, gigante, de
colores desvaídos: es Caicedo, es la Sierra, es La Toma…
Las travesuras de su imaginación
lo llevan, de repente, a los días del servicio de mensajería en una cafetería situada
en el edificio Emialvarez, al lado de
la antigua sede de la Gobernación de Antioquia. Allí funcionaban varios
juzgados y oficinas de abogados. Llevaba los tintos y comidas a las oficinas
durante el día, pero suspendía sus tareas antes de las seis de la tarde para acudir
al colegio. A la mañana siguiente se tiraba de la cama para cumplir con la
rutina de comprar las gaseosas y el surtido para la cafetería, antes de que
comenzaran las labores de oficina.
Pronto se ganó la confianza de
porteros, ascensoristas, empleados, abogados y jueces. Conversaba detenidamente
con todos ellos mientras se le iba el día yendo y viniendo entre despachos,
negocios y oficinas cercanas. No faltaron los incidentes cuando debido al sobrecupo
en el ascensor, los tintos o gaseosas se derramaban y terminaban bañando o
salpicando a todo el que estuviera al alcance.
Manolo, todavía niño, se topaba a diario con el variopinto género
humano: desde la secretaria que mantenía amoríos con el jefe, el abogado o juez
acosador, el jurista que quería discutir con él las defensas o acusaciones que llevaba
ante los juzgados, la jueza o abogada que solo quería retenerlo por un momento
a su lado como una forma de dar escape a su lascivia reprimida, hasta el
oficinista gay que pedía un tinto o una gaseosa y luego de mostrarse generoso
con la propina palmoteaba el trasero del cordial mensajero, para exclamar
insinuante: “esto para usted, mijo: ¡sí supiera la mina que tiene aquí”!
Mientras, en el barrio las cosas
también empezaban a cambiar de rumbo. Con la llegada de la noche, irrumpía por
sus calles un espectáculo algo folclórico. Se veía a los novios parqueados en
las puertas de las casas renovando elogios y abundantes promesas de amor para
las jovencitas, previo permiso del papá quien en últimas determinaba si su
muchachita tenía ya edad como para andar en esas.
Los horarios de visita de novios
eran estrictos y sobre ellos gravitaban, acuciosos, los ojos amenazantes de los
viejos. El novio que se sobrepasara no solo sería víctima de la furia desatada
del padre, sino que podría terminar sometido al escarnio público y despedido de
la casa con una letanía de insultos y hasta con lesiones incluidas.
Joaquín era tal vez el más
ceremonioso y drástico con sus hijas cuando un enamorado andaba pidiendo la arrimada.
Antes de dar el sí debía someterse al más riguroso examen de su vida, obra y
milagros, indagación extensiva a su familia. Mientras, la hija esperaba ansiosa
el inapelable veredicto… Aunque este fuera positivo, se imponía una prolija retahíla
de condiciones -cual tratado internacional- para poder dar inicio al incierto
noviazgo.
El viejo sentaba a la pareja en las
cajas vacías de gaseosas, al pie de la tienda, mientras tomaba asiento muy
cerca, para ejercer un mejor control de la situación. Aún así, no faltaba el
momento de ocupación extrema debido a la afluencia de clientes, y surgía el
fugaz momento para que la parejita se permitiera alguna expresión más concreta de
amor. Eso sí, pareja que se dejara sorprender quedaba peor que Adán y Eva cuando
el bíblico lanzamiento del Paraíso.
El matiz contradictorio de Joaquín
podía apreciarse en la música que hacía sonar durante estas visitas, porque salía
a flote el montañero buen negociante, con un recóndito gusto por la música
fina. Así que no era extraño que se escuchara en su granero, al lado de algún
bolero o un tango, El lago de los cisnes,
u otra obra musical del álbum de Rossini interpretado por Toscanini, entreverados con temas de la cantante
española Gloria Lasso, como La malagueña,
versión exótica en el barrio.
Cuando la visita se estaba
prolongando, en su sentir, Joaquín hacía sonar, huraño pero ceremonioso, las
notas de nuestro Himno Nacional. Cual soldado llamado a guerra, el novio
saltaba de la caja-taburete para abandonar el lugar y refugiarse cerca, pues
por lo general vivía en la vecindad.
Pero cuando los tortolitos hacían
programa de misa dominical surgía la oportunidad tan anhelada para estar más
tiempo juntitos. Si bien Joaquín mandaba a dos o tres hermanos menores a cuidar
las hijas, la treta no bastaba para impedir la aproximación que urgían los
afanes del noviazgo. Sus protagonistas se inventaron la manera de eludirlos:
los invitaba a jugo de guanábana en las tiendas de la terminal de buses,
aledaña a la iglesia. Mientras los pequeñuelos se ocupaban con el fresco y el pastel
complementario, los novios se alejaban hacia otra mesa para gozarse su
pretendido aislamiento.
Otro hecho significativo de la
época consistía en esconder o minimizar algunas situaciones inherentes al goce
de los derechos fundamentales del ser humano, ya que no se les reconocía valor
personal o colectivo. Manuel recuerda que, por ejemplo, se desconocía la
existencia de la conducta homosexual. Don Lalo
y doña Inés, quienes vivían dos casas abajo de la suya, representaban un caso
típico de esta negación. La orientación sexual de su hijo Carlos siempre se
mantuvo escondida, al punto de impedirle que se asociara con los amigos del
barrio, porque creían y le hacían creer que tarde que temprano se curaría de
esa “enfermedad tan horrible”.
Muchas familias consideraban que
tener un hijo gay era una maldición de Dios. Desde el púlpito los sacerdotes
echaban leña a esta creencia y con su actitud llegaron a provocar intentos de
suicidio entre los presuntos afectados, o generaban problemas familiares
mayores como los sufridos por Lalo,
que lo inducían a hundirse en los más severos estados depresivos.
Este acumulado de recuerdos conduce
a Manuel a reconocer que para esos momentos los problemas que afectaban la
convivencia ciudadana y las relaciones sociales eran motivados por patrones
culturales e ideológicos surgidos de una sociedad ultraconservadora y moralista,
que justificaba toda una gama de atropellos contra la integralidad de las
personas, y que se afincaba en principios religiosos que entonces resultaba casi
imposible desconocer o enfrentar.
No se trataba de problemas de
alcoholismo, drogadicción o de incidencia de presiones ilegales los que
perturbaban a la pacata sociedad de Medellín de aquellos años. Era un estado de
agresividad destilado por ella, a partir del más craso oscurantismo, y con
patrones ideológicos que lo diseminaban por todos los ámbitos. Violencia
adobada con factores resultantes de un conflicto que perturbó la mente de la
gente más pobre; humildes colombianos que se quedaron esperando una reparación,
o al menos la compañía de un Estado que resultó incapaz de reconocer su
responsabilidad en esa tragedia, según sus reiteradas evocaciones.
La oveja negra
Con la llegada de los años setenta
las cosas comienzan a tomar otro rumbo para Manuel, y por ende para el barrio
Loreto y sus habitantes. Entonces se enfrentaba al turbulento periodo de la
adolescencia, que coincidió con su vinculación a la editorial de izquierda La Oveja Negra, como mensajero. En esas
oficinas conocería a los intelectuales del momento y empezaría a entender todas
y cada una de las tendencias que en su seno bullían, pues las frecuentaban los dirigentes
y líderes más connotados del movimiento estudiantil, sindical y de los partidos
políticos de la izquierda. Con ellos cultivó excelentes relaciones, a tiempo
que aprendió de todas las teorías y pensamientos marxistas en boga.
Más adelante participó en el Movimiento
Obrero Independiente Revolucionario -MOIR-, aunque antes había tenido algún
acercamiento a miembros del sindicalismo independiente, ya influenciado por el
llamado Ejército de Liberación Nacional, ELN.
A comienzos de los 70 se produjo
una masacre en el departamento del Tolima, en un caserío indígena conocido como
Planas, y la editorial denunció el hecho por medio de una revista que bautizó,
justamente, Planas. En el primer
número insertó un artículo titulado “La destrucción de la nación indígena”, y
fue así como el joven presenció por primera vez un allanamiento de los
organismos secretos a los talleres tipográficos. Iván, su mayor accionista, fue
detenido e interrogado, pero con el mensajero no tocaron por tratarse de un
menor de edad.
A la editorial llegó Fernando
Granda, quien residió durante varios años en China, país que lo nutrió con vastos
conocimientos sobre su revolución y sobre la vida del carismático líder Mao Tse
Tung. La influencia de esas ideas llevó a Manuel a interesarse en los textos y
revistas provenientes de esos confines.
Distribuir las publicaciones
entre las diferentes librerías de la ciudad se convirtió en un proceso de
aprendizaje integral. Las conversaciones que sostenía con los empleados le permitían
incrementar su información y conocimientos sobre una ideología que lo
deslumbraba. En su recorrido por el centro de la ciudad se topaba con
personajes muy influyentes de la intelectualidad y del ámbito de los libros;
ellos le enseñaron y le permitieron acceder a un mundo en el que muchos de sus
nuevos amigos ya se habían instalado.
Por esos años avanzaba la construcción
del edificio Coltejer, considerado una obra faraónica de la ingeniería paisa,
al igual que la remodelación de la avenida La Playa; ambas cambiaron la cara de
una Medellín que poco a poco incursionaba en un proceso de desarrollo
urbanístico que exigiría un mayor aporte en términos de educación y cultura.
Un día Manuel transitaba con un
amigo muy cerca al lugar en donde se levantaba la colosal construcción, cuando desde
las alturas se desprendió un bloque de cemento que aplastó la humanidad de una
señora que los seguía a pocos pasos. Este drama inspiró a los muchachos y les
insufló una nueva vitalidad, porque interpretaron que estaban predestinados a
ser constructores de un futuro más promisorio y más solidario.
La madurez que había adquirido,
al igual que su acercamiento a todas las vertientes de la izquierda y a los
escenarios de debate ideológico y político del momento, crearon las condiciones
para que se perfilara como un organizador nato, y se fueran destacando ciertas
actitudes que lo llevarían a consolidar un rutilante liderazgo social y
político. El vínculo con la Universidad de Antioquia y su movimiento
estudiantil resultó definitivo en esta proyección humanista. Sin estar todavía matriculado,
se metió de lleno en las asambleas estudiantiles y compartió muchas de las
aspiraciones que para ese momento movilizaban al estudiantado.
Alguna vez, mientras despachaba
algunos pedidos a las librerías, conoció a Libardo, un joven estudiante de ideas
de vanguardia, quien pronto se identificó como militante del Partido Comunista Marxista
Leninista y del Ejército Popular de Liberación, EPL. Desde ese momento empezó
su interés por conocer a los miembros de esa organización y sus ideales.
Una anécdota memorable se produjo
cuando insistió ante las directivas de la editorial para que le asignaran una
bicicleta que le permitiera agilizar sus desplazamientos por la ciudad. Pero no
les advirtió que desconocía la manera de manejarla. Sus jefes accedieron y la
compraron, ante el susto reservado del muchacho. Era tanta su ignorancia sobre este
aparato que fue a recibirlo al almacén, situado en la carrera Junín, y de
inmediato lo despojó del papel protector y lo montó con rumbo a las lomas de
Loreto. No reparó en la necesidad de inflar antes las llantas, así que le tomó
cerca de tres horas, cuesta arriba, llegar a la casa para exhibir la hazaña
ante su padre, quien de inmediato erizó su dedo índice para exclamar: “¡Muchacho
bruto, pero si no inflaste los neumáticos y ya te los comiste, pendejo!” Al día
siguiente el incauto mensajero llegó a su trabajo con la bicicleta, pero se
cuidó de mantenerla oculta hasta reunir con qué reponer los gastados neumáticos.
Los primeros días fueron de hazañas,
lidiando con ese vehículo por toda la ciudad, siempre de tumbo en tumbo. Pero
su obstinación lo condujo a entrenar permanentemente hasta que adquirió ciertas
destrezas y dominio del aparato. Con el tiempo llegó a pertenecer al Club Loreto
de Ciclismo, en la modalidad de turismero,
pero poco rendía físicamente debido al peso de la bicicleta y a que las
actividades que desarrollaba durante el día no le permitían entrenar
adecuadamente, por lo cual en las competencias siempre estaba a la zaga del
lote delantero. Manolo participaba a
nombre de La Oveja Negra, que aportaba
el modesto patrocinio requerido. Lo más notable de su paso por el ciclismo aficionado
fue que pudo regodearse con la satisfacción de conocer y alternar con figuras
importantes del nivel directivo; hasta Martín Emilio Rodríguez el popular Cochise, su ídolo de la infancia, estuvo
vinculado al club.
A mediados de 1972 se abrieron
fracturas al seno de la editorial. Nuevas opciones surgieron en el horizonte de
las letras, entre ellas La Pulga, Editorial
Z, El Camello y otras que muy pronto mostraron la fortaleza de la nueva fauna
impresora, al igual que sus enormes fisuras. En consecuencia, Manuel y varios
de sus compañeros fueron expulsados, y empresa entró en un círculo mercantil ajeno
a sus propósitos fundacionales.
El sindicato que no fue
De nuevo Manuel estaba “de
patitas en la calle”, con nuevas potencialidades personales y espirituales,
pero sin contar con una oportunidad para hacer gala del equipamiento que le
había ganado a la vida. Surgía otro reto personal: superar esas adversidades y
culminar sus estudios secundarios, meta que alcanzó cuando se desempeñaba como obrero
en una cooperativa de consumo, empacando víveres y organizando los mercados que
hacían los compradores.
No fue fácil el nuevo escenario,
porque aquí sí que tenía que hacer gala de toda su fuerza bruta: empacar las
mercancías y productos, al igual que los alimentos perecederos, y organizar y
mover los coches para trasladar los mercados hasta el parqueadero, entre otras
faenas. El joven se hacía poner en lista todos los fines de semana para acumular
horas extras e incrementar sus menguados ingresos.
Luego empezó a concebir la manera de acercarse mucho más a los
compañeros de la cooperativa. Aprovechó el tiempo posterior al almuerzo, cuando
dedicaban el rato a jugar un picaíto de
fútbol, para avanzar en este propósito y mostrarse más solidario y amistoso. La
estrategia resultó tan eficaz que terminaron conformando un equipo de fútbol:
el Deportivo Vietnam, que incluso
afiliaron a una pequeña liga local que organizaba campeonatos los fines de
semana.
Futbolísticamente no eran mayor
cosa. Qué se podía esperar de unos pobres muchachos que trabajaban 12 y 14
horas diarias, que estaban mal alimentados y algunos estudiaban después de la
agotadora jornada. Solo esperaban, como una compensación que les debía la vida,
golear cada semana, por abultado marcador, al equipo contrario.
Algo bueno salió de todo ello y
fue que en pocos meses se empezó a hablar de la necesidad de organizar un
sindicato. El liderazgo de Manuel era evidente, pero tenían que actuar con
mucha cautela, al menos durante la etapa inicial.
La cooperativa contaba con un elevado
número de trabajadores directos e indirectos, más los de las empresas proveedoras.
Se requería de al menos 25 personas para concretar la asamblea de fundación y conformar
la junta directiva provisional que le diera vida a la nueva organización obrera.
Trabajaba intensamente con sus compañeros, tomando las precauciones que la
necesaria clandestinidad imponía. Además, contaban con la asesoría de un sector
del sindicalismo independiente muy ligado a las orientaciones del ELN y EPL.
Cuando todo estaba listo para convocar
la asamblea saltó, no la liebre, sino el sapo
que delató las intenciones de más de 40 inscritos en el soñado sindicato. Un
día temprano, Manuel se encontró con un desfile de compañeros que estaban
recibiendo la carta de despido, con derecho a indemnización pero con la
exigencia del retiro inmediato del puesto de trabajo.
El temor y las lágrimas acosaban a
los trabajadores, y no faltó quien tratara de culpar al neófito líder por la
osada pretensión. En horas de la tarde llegó su turno: fue citado ante el jefe
de personal para notificarle la desvinculación laboral, en aplicación del popular
“octavo”, que hacía alusión al artículo del código laboral citado en la causal
de despido sin justa causa.
Manolo se negó a firmarla, lo que implicaba que si instauraba una demanda
no podría recibir cesantías ni indemnización. Pero a los pocos tuvo que echar
reversa porque carecía de recursos para pagar la asesoría que requería y mucho
menos para sostenerse económicamente. Parecía que se enfrentaba a una
frustración más, pero aún en medio del desconsuelo encontró fuerzas para
mantenerse en la lucha. Mientras, le entregó a su padre parte del dinero que le
quedaba, como estrategia para sacarle una tregua, mientras conseguía otro
empleo.
Incubando el futuro
Así que a sus 19 años estaba de
nuevo cesante, que era como volver a comenzar y eso fue lo que se propuso.
Entonces le dio por frecuentar a la familia de su “tío” José, en especial a sus
primos Libardo y a Humberto que vivían en la Nicolasa, un sector intermedio
entre los barrios Loreto y La Milagrosa, en la comuna 9 de Medellín. A estos los
veía como a hermanos, pues estaban unidos por afectos indisolubles, y a José como
a un padre, porque en él encontraba el componente de afecto ausente de los
pliegues del alma de su padre Joaquín. En realidad no era su tío, sino el
esposo de Margarita, la tía muerta en 1968. Compartir con esta familia lo
llenaba de regocijo y de plenitud en la satisfacción; con ella distraía los
tediosos días de vagancia, mientras cometían sueños de una mejor vida.
Un día Humberto lo invitó a
visitar a una pariente en el municipio de Envigado, que criaba gallinas y
pollos en galpones. En esa pequeña finca tuvo la inspiración de que con este
tipo de actividades podría encontrar la salida a su situación económica. Le
propuso al primo copiar la idea en su casa y así emprendió un nuevo proyecto.
Compró 200 pollitas y las crió,
junto con Humberto, hasta que estuvieron a punto de empezar el periodo de
postura. Pacientemente se turnaban para cuidar y alimentar las aves, hasta que entraron
en escena un primo al que apodaban Peligro
y otro llamado Germán, hijo de la tía Laura, la mayor de los 12 hermanos de
Joaquín. Ahora ellos eran los responsables de alimentar a los animalitos cuando
sus propietarios estaban ausentes. Con tanto celo los cuidaban que hasta se
comían los huevos y después cayeron en el desgreño de dejar amontonar las aves
en sitios demasiados cálidos del galpón, razón por la cual se morían.
Entonces tuvieron que salir del
negocio, con una mano atrás y otra adelante: Manuel estaba otra vez en la mugrosa
calle. Entonces fue a donde su padre con la idea de que levantaran el galpón en
el solar de la casa. Vuelve y juega, Joaquín aceptó y entre ambos le dieron
forma física al proyecto. Inicialmente consiguieron 300 pollas todavía lanosas.
El muchacho asumió su cuidado, apoyado en la experiencia ya adquirida. En el
primer tendido se dieron muchas muertes, pero no se desanimó. Pasaron los meses
y los animalitos empezaron a producir huevos que se vendían en la tienda y
sobraba para surtir muchas más. Todo muy bien hasta ahí, pero Joaquín no le
liquidaba su parte de las ventas, aunque le pidió que fuera anotando las
posturas diarias para luego hacer la liquidación.
Manuel estuvo de acuerdo, ya que
su padre se encargaba de pagar los insumos y se confió en que pronto le
entregaría lo suyo. Luego decidieron esperar las festividades de fin de año
para, luego de varios meses de postura de las aves, venderlas entre los vecinos
para los tradicionales banquetes decembrinos.
Esta época era de especial
significado para toda la comunidad, pues convocaba a todas las familias a la
integración entorno a los pesebres y villancicos que estimulaban la
participación de los niños en las novenas y consecuentes aguinaldos. El
espíritu que ponía a bullir el barrio es el mismo que ahora puede percibir,
adulterado por las exigencias del consumismo, mientras vagabundea por esas lomas
con su costal de recuerdos alborotados.
María se esforzaba por hacer que estos
días fueran exultantes para todo su núcleo familiar. La abundancia y variedad
de platos era en realidad un pretexto para la unión y el regocijo hogareños. La
natilla y los buñuelos eran de obligada preparación y consumo, y las fiestas
modestas o las grandes parrandas se tomaban todo el relumbrante barrio. Los traídos
eran otro compromiso al amanecer del 25 de diciembre: antes de las doce de la
noche no se podía ir a las camas y precisamente a esa hora, junto con el nacimiento
del Niño Dios, empezaban a aparecer los paquetes de todos los tamaños y colores.
Los festejos propios de ese mes
se concentraban en los siguientes días: 7 y 8 de diciembre, destinados a los
alumbrados con velitas en los balcones, aceras, ventanas y antejardines; el 16
empezaban las novenas y el 24 era el nacimiento de Niño Dios. El 31 culminaban
las festividades navideñas; el primero de enero estaba reservado para el
sancocho de desenguayabe y el 6 para
los paseos a las mangas que se desparramaban en inmediaciones de la vía a Las Palmas,
para preparar el más suculento y abundante almuerzo, entre familiares y amigos
más cercanos.
Así que la venta de gallinas se
desbordaba cada final de año, para generar un importante ingreso adicional, suficiente
para atender las descritas festividades. Pero Joaquín no respondió por la
cuenta acumulada de la venta de huevos. Así que el poco ahorro y capital que
pudo recuperar Manuel estuvo representado en la venta de las aves.
Luego de esta tumbada decidió acabar
con la inequitativa alianza. Su padre, ni corto ni perezoso, construyó en el
espacio que ocupaban los galpones unas habitaciones que tiempo después albergaron
a su hermana mayor y a sus seis hijos, tempranamente abandonados por el padre
en reedición de un destino fatal inherente a la familia.
Durante los días que estuvo cerca
al hogar, dedicado al cuidado y manejo de las aves, logró incidir con firmeza en
sus amigos del barrio y jalonar procesos de organización comunitaria. En este
tópico coinciden los estudiosos sociales, cuando hacen notar que la respuesta
que ofrecen los barrios y comunidades sometidos a violencias reiteradas, es la dedicación
a construir formas organizativas. Añaden que este aspecto no ha sido
debidamente estudiado[5].
Manuel se toma un nuevo descanso
en su ascenso hacia la terminal de buses, porque ha encontrado sentada a la
vera de su casa a doña Lucía, una viejecita gorda, rubicunda y muy simpática.
La saluda con entusiasmo al reconocerla y ella le responde, interrogando sin
solución de continuidad: “¿Usted es Manolo?, ¡Ay ese Manolo! Si yo hace muchos pero muchos años que no te veía. Que hay
por la casa. ¿Y donde estás viviendo ahora? Yo sí me quedé por aquí toda la
vida. ¡Ay Manolo, tantos años de no
verlo!”.
Reanuda la tortuosa trepada,
embebido ahora en la imagen del bachiller que llegó a ser, luego de incurrir en
sacrificios sin cuento. Se graduó en el instituto nocturno de bachillerato de
la Universidad de Antioquia y pasó las pruebas de conocimientos requeridas para
cursar estudios superiores en la Facultad de Economía del Alma Máter.
La experiencia del bachillerato
nocturno fue fundamental: la primera parte la cursó en el colegio de las Madres
de la Presentación, en la edificación que hoy ocupa la Policía Metropolitana
del Valle de Aburrá. Sus compañeros eran trabajadores y empleados públicos o
del sector privado. Entre ellos estaban los que con el tiempo serían sus más
fraternos amigos, con los que compartió diversas experiencias y andanzas por
bares y lugares de juego. Es el caso de Edwin, apodado Paloma, quien resultó haciéndole ojitos a una joven monja con porte
de angelito, responsable de familiarizarlos con las que consideraban entelequias
de Baldor. La inocente palomilla debió huir a otro colegio, pues mi amigo la Paloma – gavilán ahora, le estaba
moviendo el piso.
En la Presentación solo se
cursaba hasta tercero de bachillerato; alcanzado este nivel debimos desplazarnos
al Instituto Nocturno de la Universidad de Antioquia situado en la plazuela San
Ignacio, donde todos culminamos el bachillerato.
Como ya rememoró, la universidad
no le era desconocida, pues su paso por la editorial La Oveja Negra lo acercó al claustro. Con la alegría de quien ha
batallado toda la vida para alcanzar sus aspiraciones, buscó a su padre para
darle la gran noticia de que había sido seleccionado para empezar una carrera
profesional, economía, a sabiendas de que se tendría que rebuscar, como
siempre, para hacerle frente a los gastos. Pero Joaquín solo atinó a preguntar:
“¿Y esa maricada para qué sirve?”
A pesar de los “aplausos” del
viejo, emprendió los preparativos para esta nueva etapa, gracias al apoyo de su
madre con los pasajes y con la compra de textos, con el dinero que le sustraía
al esposo. Pero sabía que no podía seguir así, que debía conseguir un nuevo
empleo. Afortunadamente Gilberto, esposo de su tía Consuelo y quien trabajaba en
la empresa Coltejer de Itagüí, lo hizo incluir en una lista para ser enganchado
como obrero. Manuel se presentó y logró reunir todos los requisitos, incluido el
inexorable de no tener bachillerato y menos que fuera estudiante universitario.
Qué ironía: ahora le tocaba negar lo conseguido casi dejando en ello su vida,
con tal de hacerse a un empleo. Nadie en la fábrica se enteró de que por las
tardes salía presuroso hacia la universidad…
Pero antes de este logro, en el
primer intento por ingresar a la empresa textil cuando apenas culminaba su
bachillerato, le exigieron la libreta militar. Entonces apareció en escena Socorro,
una trabajadora social de la empresa que simpatizaba con las ideas de izquierda.
Por suerte era muy cercana afectivamente a un amigo de Manuel, también empleado
en la oficina de personal, así que fue posible reservarle el cupo mientras tramitaba
el documento exigido.
Por esa razón se presentó para el
ejército, confiado en que su calidad de bachiller y su apariencia debilucha le
negaban atributos para el servicio militar. Lo hizo en la sede la Cuarta Brigada,
situada en la calle Bombona, y vecina a su barrio. El día de la presentación era
un haz de nervios, pero ni modo de enterar a su padre, mientras que María lo
despachó con una bendición de alcance papal y un beso tan cálido, que nunca
pudo olvidar.
En las instalaciones militares se
encontró con una fila interminable de barbilampiños que estaban tan asustados
como él, pero de alguna manera se les veía resignados a su suerte. Poco a poco se tramitaba la información
solicitada, para luego incurrir en la incómoda revisión médica, todos vestidos
de Adán. Luego de un breve examen a su cuerpo, el primer comentario del médico
fue: “A usted con qué lo alimentan, hombre”. La proverbial delgadez del joven le
había valido el apodo de Chamizo entre
sus amigos, pero esta vez sirvió para que se dictaminara su ineptitud para las
filas. De inmediato le echó mano a la ropa y no supo en qué momento se vistió
para abandonar el batallón, previa averiguación de cuándo y dónde reclamaría la
soñada libreta. Salió presuroso, con la plenitud de la satisfacción derramada
por todo su rostro.
Luego buscó un teléfono para
darle la buena nueva a su madre, quien al oírlo exclamó, también conmovida: “Yo
sabía que no se lo llevaban porque allá sólo escogen a los más fortachones”. Luego del pago respectivo, gracias a la
siempre milagrosa iniciativa de la mamá, tuvo en sus manos la libreta militar.
Entonces corrió a la empresa donde seguía reservado el cupo, y fue admitido
como obrero de la factoría Doña María, del
municipio de Itagüí.
A Manuel le resultaron inolvidables
la llegada y el primer día en la empresa. Comenzaron con la inducción, luego un
recorrido por la planta y la explicación de todos los procesos; después, la
distribución del nuevo personal según las necesidades de la factoría. Como era
obvio, no faltaron las mil y una advertencias de tipo disciplinario.
Al igual que en las cárceles, pensó,
si uno no conoce todo lo que se mueve por dentro no puede sentirse como parte
de una empresa. Los diferentes procesos estaban bien montados y las relaciones
entre el personal se establecían según el nivel y rango de los oficios.
El día comenzaba para el joven
obrero antes de las tres de la mañana, cuando se levantaba presuroso y se preparaba
para abordar el bus que lo llevaba desde el barrio hasta el vecino municipio.
Pero no era tan simple el traslado, porque debía bajar desde Loreto hasta el
barrio La Milagrosa, en un recorrido de unos quince acelerados minutos por
entre la semi-penumbra del amanecer. Como algunos amigos estaban vinculados a
la misma empresa, y coincidían en el horario, iba tocando las puertas de sus
casas para hacerse acompañar.
Encontrar un asiento disponible en
el destartalado bus del amanecer era una proeza. Pero a cambio, viajar sentando
permitía dormitar un poco -algunos obreros más confianzudos hasta roncaban a
pierna suelta- mientras llegaban a Itagüí, recorrido que se tomaba entre 20 y
25 minutos, amenizados por la música montañera que el conductor sintonizaba.
Luego de la jornada laboral tenían
el derecho convencional a utilizar el restaurante para almorzar, a bajo precio.
En ese ámbito era evidente la diferencia entre los empleados y funcionarios de
algún nivel y los obreros rasos, pero esto no les importaba con tal de saciar
el urgente apetito.
El obstinado militante
El polluelo de líder venía
impregnado de las diferentes manifestaciones de la izquierda y ya era militante
del Partido Comunista y de su brazo armado, el EPL; solo esperaba a que su
contacto en la empresa se hiciera presente para tramitar la vinculación a
alguna célula interna de la organización.
Pasados los meses empezó por integrar
los llamados comités de base, estructuras dirigidas por el partido y conformadas
por obreros de las diferentes factorías. Esta experiencia le permitió
incursionar en los secretos de las actividades clandestinas y en otros tópicos
del quehacer de la organización. Asumió entonces, y para siempre, un compromiso
muy sólido con las luchas obreras y sindicales. Conoció en detalle este mundo
del proletariado y empezó a ascender en los niveles de mando y dirección de la
organización.
En la fábrica descubrió por qué son
tan fuertes y estrechas las relaciones laborales entre los trabajadores. Las
máquinas y los procesos que diversifican la actividad de la mano de obra crean
múltiples instrumentos de solidaridad, de modo que los obreros pronto descubren
cuál es su fortaleza: la unidad que día a día se va consolidando y que les
permite enfrentar cualquier tipo de atropello o el desconocimiento de sus
derechos.
Distribuía propaganda clandestina
en la empresa, ayudaba con los mítines en las porterías y el restaurante y se
unió a todas las movilizaciones que se programaban en contra de los dueños o
directivos, y de cualquier empresa local que desconociera las reivindicaciones de
los obreros. Apoyaba todas las huelgas y empezó a formar un número creciente de
líderes y de militantes de base.
Entonces vivía unas jornadas muy
intensas, porque cuando le tocaba el turno de la mañana, de cuatro a doce del
día, se levantaba a las tres para estar a tiempo frente a su máquina tejedora.
Luego desarrollaba tareas políticas y sindicales que le ocupaban toda la tarde,
al final de la cual asistía a las clases de economía en la universidad, hasta
las diez de la noche cuando se trasladaba a su casa, a descansar y a prepararse
para igual rutina al día siguiente.
Muchas fueron las experiencias
positivas que le aportó su paso por la factoría, pues vivió en carne propia las
extenuantes jornadas de la actividad textil. Aprendió que la supuesta “suerte”
de ser obrero, según la percepción que se tenía en los barrios populares, era
no solo una rampante explotación sino también una ilusión que solo servía para desnudar
los niveles de pobreza y miseria en que chapaleaban.
Ahora bien, sus compañeros de
lucha política jamás entendieron la razón de su tenaz empeño por estudiar.
Incluso para mofarse lo tildaban de “pequeño burgués del proletariado”, porque
no abandonaba los estudios para entregarse de lleno a las exigentes tareas de
la lucha política y sindical.
Siempre estuvo en la línea del
sindicalismo independiente, y el municipio de Itagüí era entonces la cantera de
su expresión. Poderosas empresas y organizaciones de obreros como Pilsen, Satexco,
Peldar, Polímeros, Inca Metal, Grulla, etc. estaban en la lista de sindicatos que
no acataban las orientaciones de las dos grandes centrales obreras del país, dirigidas
por los partidos tradicionales, y preferían militar en un sindicalismo
independiente, en donde ejercían una gran influencia las organizaciones de
izquierda, incluidas las que se habían declarado alzadas en armas.
Manuel seguía escondiendo ante sus
jefes su condición de estudiante universitario, sinónimo de pérdida del empleo.
Existía el temor de que si entre los trabajadores de base se infiltraban personas
estudiosas y capacitadas, podrían crearles conciencia de su real situación y aleccionarlos
sobre sus derechos. Así que con Manuel entre estos, la empresa desconocía qué
le trepaba pierna arriba: el EPL había logrado consolidarse entre los
trabajadores, algunos de los cuales ya formaban parte de la dirección política
e incluso militar.
Fueron muchas las huelgas y
eventos de nivel regional y nacional en las que participó. La realidad es que
para los años 70 el movimiento sindical en general era fuerte y la presencia de
la izquierda había ganado mucho terreno en el contexto nacional. Para muestra, el
paro cívico nacional organizado por las centrales obreras el 14 de septiembre
de 1977, que paralizó a buena parte del país.
Mientras, en el Gobierno Nacional,
durante los periodos de Misael Pastrana Borrero (1970-1974) y Alfonso López Michelsen
(1974-1978), crecía el rumor acerca de la notoria y “perniciosa” influencia
comunista que estaba aflorando en las fábricas y universidades. Había temor de que
se siguiera expandiendo la revolución cubana y sus “temibles” enseñanzas.
En 1975 Manuel es enviado a
dictar unos cursos de orientación política y sindical al Bajo Cauca antioqueño.
Allí conoce a Pablo Palacios, un dirigente campesino y del magisterio con quien
establece un relación permanente, hasta hacerse amigos entrañables. Pablo encarnaba
una vida de sufrimiento y privaciones. En múltiples aspectos eran coincidentes
sus vivencias infantiles y de formación, convertidas en pegamento que consolidó
unos lazos de unidad que el tiempo ha fortalecido.
Con la llegada de Turbay Ayala a
la Presidencia de la República se comienza a implementar una muy agresiva política
de seguridad, que no solamente desconocía los derechos de la ciudadanía, sino
que catalogaba como comunista a cualquier persona que se atreviera a sostener discrepancias
con el régimen.
Manuel aprende algo de los
catálogos de la izquierda: las dictaduras y los gobiernos totalitarios identifican
en la bandera de la seguridad, el orden público y la lucha contra la
insurgencia una de las mejores formas de violar los derechos humanos, legitimar
la tortura y la represión y apoyar y acompañar las fuerzas oscuras de la
corrupción, el clientelismo y las mafias. Justamente esa era la situación que
se vivía en ese momento en el país y en Latinoamérica en general.
Con la ayuda de los Estados
Unidos, el gobierno impulsó su Política de Seguridad Nacional, que consagraba
que cualquier manifestación o protesta sería condenada como acto contra las
instituciones y sus promotores objeto de condena y encarcelamiento.
Supuestamente el blanco de dicha política era la insurgencia contra la cual poco
o nada logró, pero derivó sus efectos hacia los trabajadores, estudiantes y
defensores de derechos humanos y presos políticos.
La tortura era el pan de cada
día, los militares lograron un nivel de mando y ejecución de prácticas atroces,
reedición de las vividas durante la época de la Violencia partidista. La
desaparición forzada, que no era nueva, ganó legitimidad en el país. Las llamadas
caballerizas de Usaquén perfilaron su vocación de centro de tortura y
desaparición de activistas de izquierda y de revolucionarios. En este escenario
estalló la huelga de una empresa metalmecánica que aglutinaba a unos 400
trabajadores, instalada en el barrio Guayabal, vecino al municipio de Itagüí.
De huelgas y calabozos
Manuel estaba entre los líderes
señalados para orientar a los dirigentes sindicales en la negociación y para ayudar
a preparar el paro laboral si no se llegaba a un acuerdo con el estamento
directivo. Transcurridas las etapas propias de la negociación del pliego de
peticiones, los trabajadores deciden ir a la huelga mientras los organizadores
se ocupan de los preparativos para garantizar su éxito.
Los días en la carpa de huelga
eran muy animados, pues muchas organizaciones sindicales se vinculaban a los eventos
allí programados. La solidaridad era inmensa y confluían personas de diversas
tendencias y movimientos, incluido el estudiantil y cultural de la época. Para
esos años existían importantes manifestaciones en el arte y la cultura
jalonados por el EPL, el ELN y en algunos casos por las Farc, que recogían
inquietudes de mujeres, jóvenes, estudiantes y trabajadores en general. Ese
fervor tomaba cuerpo cuando estallaba una huelga o una manifestación popular
cualquiera.
Los directivos de la empresa
metalmecánica en huelga presentaron todos los alegatos legales que buscaban la declaratoria
de ilegalidad, mientras los trabajadores pedían a gritos la negociación
colectiva del pliego de peticiones. El Ministerio de Trabajo tomó partido por los
propietarios y conminó a los trabajadores a regresar a sus puestos de trabajo,
mientras se impulsaba un tribunal de arbitramento para definir el alcance del
pliego de peticiones. Pero el sindicato decidió mantener la huelga y enfrentar
con todas sus fuerzas cualquier tipo de represión, mientras hacía respetar la
legitimidad del movimiento y sus justas peticiones.
Pasaron los días y Manuel coadyuvó
con sus compañeros de lucha a que el movimiento huelguístico permaneciera
fortalecido para resistir los embates de las autoridades. A pesar de todo, la dirección
de la empresa sostenía su intransigente posición y exigía que las autoridades
intervinieran, a cualquier precio, para ponerle fin a la protesta.
Hasta que una noche fue allanada
la carpa de la protesta y sus más de trescientos ocupantes conducidos hasta los
calabozos del F-2 en el barrio Belén, donde fueron reseñados y confinados en unas
celdas con capacidad para entre cinco y ocho personas en las que empaquetaron hasta
a 30 huelguistas y manifestantes. Para dormir debieron hacer turnos: la mitad descansaba
en cuclillas mientras el resto esperaba su turno en pié.
Hubo gente hacinada hasta en los
baños; evoca que eran tratados como animales ponzoñosos. Además, a muchos los torturaron
sicológicamente. La comida no llegó durante los primeros días, y tuvieron que
esperar a que las familias se enteraran de su situación para empezar a recibir algún
alimento. Lo que facilitó que los líderes no terminaran desaparecidos fue el
crecido número de detenidos. Había de todo: dirigentes sindicales y políticos
de izquierda, estudiantes, campesinos, artistas y mujeres activistas de la
conocida organización La Pola,
quienes fueron las primeras en recuperar su libertad.
El gobierno de Turbay aprovechó
la oportunidad para enviar un claro mensaje a los trabajadores del país: ordenó
que a todos los detenidos les aplicaran el Estatuto de Seguridad Nacional, por
considerar la huelga como un acto de rebelión dirigido contra las instituciones;
en otras palabras, que se buscaba la desestabilización del país.
Cerca de un mes más tarde llegaron
a dichas instalaciones unos jueces militares para escuchar a los detenidos. Lo más
curioso de sus declaraciones es que coincidieron en dar idéntica respuesta a la
pregunta: “¿La noche de los hechos por qué estaba usted allí?” Como si se trata
de una retahíla acordada, en su momento cada uno decía que estaba comprando un pollo
asado en el restaurante de la esquina, frente a la carpa de los huelguistas.
Cuando le tocó el turno a Manuel,
al ponerse frente al secretario del juez, este le espetó: “¡Apuesto a que usted
también estaba comprando pollo en la esquina!”, con lo que desbarató su
supuesta defensa. De nada valieron los argumentos que esgrimió.
Días después los detenidos fueron
conducidos al patio central para escuchar colectivamente la decisión de los
jueces. Todos fueron condenados bajo el amparo del Estatuto de Seguridad
Nacional; aunque las penas fueron mínimas, quedaron reseñados en los registros
judiciales para facilitar el despido de la empresa y sentar un precedente, si
es que pretendían volver a vincularse laboralmente.
Al siguiente día todo fue tensión
al llegar a la empresa. Los trabajadores estaban esperando ansiosos su
presencia para oírle de viva voz la historia. Los supervisores y jefes no le
quitaban los ojos de encima y pronto sucedió lo que era previsible: recibió la
carta de despido y la notificación de que debía abandonar de inmediato las
instalaciones fabriles.
Solo quedaba por agotar el
recurso de apelación que se instauraba ante los mismos representantes de la
empresa y un emisario sindical. Manuel esperó a que pasaran los días que se
tomaba el proceso, aunque sin hacerse ilusiones. En la fecha de la audiencia
los delegados de la gerencia se limitaron a escuchar las apreciaciones del
dirigente sindical y copartidario Bernardo, en su papel de vocero del sindicato.
Ahora recuerda que su defensor tomó
la palabra y en vez de apoyar su alegato en la convención colectiva y en los
fundamentos laborales y sindicales, se explayó en una perorata sobre las luchas
del proletariado mundial, las experiencias de la revolución bolchevique de
octubre de 1917, y hasta encontró tiempo para referirse a la revolución china,
antes de proclamar enardecido: “¡El proletariado vencerá!” De inmediato tomó la
palabra uno de los patronos para indicar sentencioso: “Puede ser que el
proletariado vaya a vencer algún día, pero Manuel se va de esta empresa”. Ya no
era el índice tosco de Joaquín, el tendero, acusando una insolencia: al joven
líder sindical se le antojó que era la muy popular figura del Tío Sam, con su
sombrero de copa, su mirada de águila imperial, su rostro enjuto y el dedo
apuntándole, quien lo enviaba derechito a los quintos infiernos.
Porque fue un infierno lo que
siguió, de nuevo sin empleo y con un ambiente enrarecido en su casa, gracias a
las tensas relaciones con el viejo. Solo la madre y los hermanos comprendían sus
motivos, arraigados profundamente en la causa ideológica que había abrazado.
Pero la política de seguridad
nacional seguía haciendo estragos en todas las manifestaciones del movimiento
revolucionario: las torturas y desapariciones se intensificaban y las condenas
a líderes y dirigentes de izquierda proliferaban por la geografía nacional. Muchos
países empezaron a criticar este proceder gubernamental y hasta en eventos
internacionales el presidente Turbay fue señalado como violador de los derechos
humanos.
El camino del monte
A partir de los sucesos derivados
de la huelga, Manuel optó por tomar el camino del monte. De paso, atendía las
orientaciones de su partido, el Comunista Marxista Leninista -considerado ilegal
y cuya estructura militar era el EPL- que lo quería en las selvas del municipio
de Urrao, en límites con el departamento de Chocó. Allí se asentó con unos
cinco compañeros para buscar el apoyo de los colonos y campesinos simpatizantes
de sus ideales políticos.
Ahora evoca la satisfacción que
le produjo llegar a las feraces tierras de esa localidad del suroeste
antioqueño. Pernoctó en el casco urbano y, luego de las reuniones de
presentación pertinentes, se dirigió a un caserío llamado La Clarita, bordeando
el río Penderisco. En la única tienda del lugar conoció a los primeros
habitantes que eran colaboradores del EPL, movimiento revolucionario recién
llegado a la región. Por morral llevaba un costal sujetado con cabuyas y que
contenía la ropa y los zapatos; se calzó unas botas, sin reparar en que no coincidían
con el tamaño de sus pies.
Entonces comenzó su primera gran
caminata por recónditos parajes, que se prolongó por más de doce horas. Iba con
Felipe, quien llevaba algún tiempo en la zona, hasta la choza donde vivía con su
compañera y dos hijos. El tambo se levantaba en tierras de antiguas poblaciones
indígenas, en lo profundo de la selva, conocidas como Amparadó en razón del
nombre del río que las cruza.
Llegaron a eso de las siete de la
noche cuando ya el dolor en los pies de Manuel resultaba insoportable. Se sentó
al lado del tambo y se quitó las botas, para ser testigo del espectáculo
desconsolador de ver cómo las uñas se desprendían de sus dedos. No había hecho
caso de que la talla de las botas empleadas era diferente y allí estaba el
desgarrador resultado.
Con el paso de los días se
apropió de las artimañas básicas para sobrevivir en la selva; aprendió a
sembrar, se ocupó de enseñarles a los colonos a leer y a escribir, cazó
diversas especies de animales y simultáneamente se preparó en aspectos políticos
y militares. Hacía caminatas continuas, hasta de una semana de duración, y pudo
conocer muchas regiones selváticas de Urrao y del departamento del Chocó.
Para descansar de uno de estos
recorridos se detuvo durante varios días en un poblado llamado Mandé, habitado
por personas de raza negra, algunos de los cuales se caracterizaban por beber alcohol en
abundancia y fumar marihuana, aún en el entorno familiar.
También tuvo la oportunidad de
vivir con el médico del pueblo, quien resultó ser un conocido brujo que supuestamente
tenía la cura para todas las enfermedades. Él preparaba las parrandas y vendía
la hierba a los consumidores. Tenía una hija con problemas mentales que
desarrolló una gran atracción hacia el recién llegado. Dormía junto a su lecho,
pero por su condición y por respeto hacia esa comunidad, Manuel no le prestaba
la menor atención.
Un noche cuando este dormía y el
viejo brujo animaba una de sus épicas parrandas para impulsar la venta de licor
y de vicio entre sus invitados, dos de ellos se dieron cuenta de la presencia
del forastero y en un descuido de los asistentes, invadieron su lugar de descanso
con el objetivo de robarle el radio, su único contacto con el mundo exterior. Ya
junto a él, alzaron con decisión el machete para golpearlo, pero en ese momento
la hija del brujo gritó desaforada: “Van a matar al compañero”. El berrido despertó
a Manuel, quien logró sacar la pistola que siempre llevaba consigo e hizo huir
a los atacantes. Aunque de ahí en adelante su gratitud era infinita hacia la muchacha,
no fue suficiente como para atender sus pretensiones pasionales.
Cualquier día resultó violentado
el silencio de esos parajes con el ruido rítmico de las aspas de un helicóptero
que se acercaba a Mandé, pero unos cinco minutos antes de que aterrizara ya todo
el poblado sabía de su presencia e intenciones. Se trataba de un aparato
militar y los vecinos fueron a informarle a su nuevo líder, quien buscó refugio
selva adentro. Escondido tras unos árboles observó la escena: los militares preguntaban
por él pero como no obtuvieron información, despegaron de nuevo. Quedó claro que
en ese rincón de la selva un helicóptero no constituía un elemento sorpresa si
no contaba con personal en tierra que lo apoyara.
Después de esta experiencia se
vinculó otra vez al movimiento sindical y empezó a asesorar a varios núcleos de
trabajadores en sus reivindicaciones. Por esa época algunas empresas de textiles
avanzaban en negociaciones de los pliegos de peticiones con sus respectivos
sindicatos. La más poderosa era Coltejer, que el dinámico dirigente bien
conocía, así como el proceso a seguir para concretar tales pretensiones.
Al comienzo de los años 80 en el Valle
de Aburrá se configuró un ambicioso movimiento que aglutinó a miles de
trabajadores del sector textil, y que gestó significativas y muy impactantes huelgas
laborales.
En Coltejer se declaró la huelga
con la asesoría de Manuel, quien dictó conferencias y asistió a las marchas que
se programaron por las calles del municipio de Itagüí, más otra muy concurrida hacía
el centro de Medellín, que fue disuelta por la fuerza pública. En la refriega cayó
asesinado Arnulfo Tafur, un valioso activista sindical amigo suyo. También a lo
largo de la protesta conoció a Socorro López, una dirigente sindical de la
textilera que jugó un papel vital en la movilización, por lo cual pronto hizo
parte de su equipo directivo.
Cuando terminó este compromiso le
correspondió atender desde una célula del partido a la joven líder, y en ese
trajín se fue fraguando una relación que con el tiempo se transformó en ciego enamoramiento:
sólo el matrimonio les abrió los ojos. Durante los primeros años ella debió cargar
con las responsabilidades del hogar, pues el flamante esposo se convirtió en un
profesional de la organización, aunque no recibía ingreso alguno. Luego de
varios meses de casados se instalaron en el barrio Loreto, en una casa de su
hermano Néstor, precisamente junto a la de su padre.
En 1981la CSTC y algunos
sindicatos independientes convocaron a una movilización nacional que no contó
con el apoyo de las otras grandes centrales obreras. Manuel tenía
responsabilidades concretas de dirección en todo el departamento de Antioquia, pues
se había convertido en uno de los dirigentes más reconocidos del movimiento
sindical, aunque no estuviera adscrito a él en ese momento. Dirección virtual
ganada gracias al apoyo que le ofrecía su dirigencia, en razón de la trayectoria
que ostentaba. Además, existía el respaldo de su partido, que de ninguna manera
convenía ventilar públicamente.
En este contexto se desataron los
sucesos que terminaron con aquella marca de fuego en todo su ser: “Cómo será de
malo este hijueputa que el mismo papá lo entregó”. En las instalaciones del F2,
en el barrio Belén, estuvo detenido durante varios días pero luego recobró su libertad.
De regreso a la casa se vio rodeado por la gente del barrio para averiguar por
su estado de salud y pedirle detalles del cautiverio. Cuando se encontró cara a
cara con su padre este no supo qué decir; tampoco fue capaz de pedirle perdón
por haberlo entregado a los militares. Por primera vez, el temible índice
acusador pareció descansar en paz,
sepultado en un bolsillo. Joaquín no compartía su proceder y -por el contrario-
reprochaba con indignación lo que había sucedido. Entonces optó por bajarle de
tono a la situación, pues entendió que ya no podría contar con el viejo para
nada. Las palabras entre ellos se agotaron y la relación se hizo más árida.
Rememora su ascenso en la
organización política y clandestina hasta alcanzar las máximas instancias de
dirección y el reconocimiento nacional de su liderazgo. Posición que aprovechó
para participar en todos los procesos que buscaban la paz para Colombia, aunque
pronto descubrió que existía el propósito de eliminar a quienes no coincidieran
con las ideas del régimen. Muchos de sus amigos de la Unión Patriótica cayeron
bajo las balas de la extrema derecha, entre ellos grandes promesas de las
agrupaciones de izquierda. Pero estas circunstancias, en lugar de disuadirlo,
recargaron su espíritu de lucha y compromiso social, en la pretensión de
ponerle punto final a la ya prolongada tragedia que soportaba el país.
Llegó el narco
Mientras tanto, en las ciudades, empezaba
a llamar la atención el hecho de que al lado de la creciente corrupción que se
filtraba por toda la institucionalidad, ganaban figuración algunos
personajillos reconocidos por sus vínculos con el mundo de la marihuana y con
el tráfico de drogas adictivas. Aunque aún incipiente, esa política de terror
del gobierno ayudó para que se abrieran paso los portadores de esta nueva
peste.
De alguna manera las medidas
adoptadas por el gobierno de Alfonso López Michelsen (1974-1978) permitieron legitimar
el ingreso masivo al país de capitales de dudoso origen, pues en 1974 les abrió
la puerta al crear la conocida "ventanilla siniestra" del Banco de la
República, para comprar dólares sin necesidad de ofrecer explicaciones sobre el
origen de los fondos. Esta práctica se afianzó durante el mandato de Julio
César Turbay Ayala (1978-1982), para extenderse luego a lo largo de la década de
1980. Vale recordar que llegó a tanto el poder de la mafia que durante la
administración de Belisario Betancur (1982-1986) se reunieron Pablo Escobar y
Jorge Luis Ochoa -cabecillas en esa época del cartel de Medellín- con el entonces Procurador Carlos Jiménez
Gómez, en el hotel Marriott de Panamá, en 1984. Durante la particular cita se
ventiló la propuesta del cartel de que estaría en capacidad de pagar la
totalidad de la deuda externa del país[6]. Un episodio que demuestra
que el narco ya se movía como pez en el agua por toda Colombia, y que se
codeaba con su dirigencia política, empresarial e institucional, y hasta con la
Iglesia. Era como si hubiesen establecido un pacto entre todos para intervenir
activamente en la vida del país y de la sociedad. Luego surgió la fatídica
organización Muerte a Secuestradores -MAS-, bajo el liderazgo de los narcos, y simultáneamente
se empezó a concretar la infiltración en la fuerza pública, al igual que en los
organismos judiciales.
También en el micro-territorio Manuel
percibió transformaciones. Por ejemplo su amigo de infancia Gilberto Giraldo empezó
a exhibirse por el barrio, al volante de vistosos vehículos último modelo, y a armar
ruidosas fiestas con la familia y los vecinos. Pronto se le unieron varios de
sus primos, y los comentarios rodaron para registrar que el muchacho estaba
trabajando con los narcos.
A este cuadro se sumó una situación
llamada a convertirse en caldo de cultivo para el drama en ciernes: las grandes
empresas emprendieron importantes ajustes administrativos que incluían cesar la
contratación de mano de obra, decisión que a mediano y largo plazo se tradujo
en despidos masivos, apoyados por el gobierno de turno que aprobaba las
reglamentaciones laborales del caso. Entonces los capos de la droga se
propusieron cooptar a la gente joven para el negocio y, en consecuencia, buena
parte de la fuerza laboral desplazada, o no tenida en cuenta, de las fábricas encontró
en la actividad ilícita una segunda oportunidad sobre la tierra.
Y empezó a crecer el espectáculo
de muchachos de barrio portando armas de fuego, a tiempo que las tradicionales e
inocentes barras de las esquinas que antes se dedicaban a jugar fútbol, pasar
el rato y admirar a las chicas, eran penetradas por las mafias. Manuel
presenció impotente la conversión de esta muchachada en una aliada
incondicional del crimen organizado.
Ahora rememora que fue justo en ese
momento cuando esta sociedad comenzó a percatarse de que el modelo industrial
conocido como “la pujanza paisa” ocultaba una gran falacia: luego de un
imperceptible proceso de desgaste y de que mucha maquinaria textil se quedara rezagada
en relación con otros países, las empresas empezaron a transformarse. Entonces
la masa obrera se vio disminuida y en la región se hicieron familiares términos
como tercerización, reconversión industrial y formalización del empleo laboral,
argucias que ocultaban una ofensiva de los empresarios y del gobierno para
desmontar las reivindicaciones conquistadas y darle piso a un nuevo modelo
industrial.
De modo que el espacio que dejó
la institucionalidad o que se perdió con el cambio de modelo industrial lo
ocupó el narcotráfico. En consecuencia, y coincidiendo con este panorama, empezó
a tomar cuerpo la inversión de Pablo Escobar en los barrios populares, para
ganarse un lugar en la sociedad: construyó canchas deportivas, financió infraestructura
de vivienda, entregó subsidios, ayudó con becas escolares o al menos pagó los
estudios de muchos jóvenes, patrocinó eventos de todo tipo y colaboró con
varias parroquias, siempre bajo la mirada complaciente de las autoridades.
Casi todas las actividades de las
comunidades fueron penetradas por las estructuras mafiosas por la vía de la
financiación, la organización o el aporte de logística para su realización.
Connotadas actrices, cantantes, reinas, personajes de la política y el deporte
se pusieron al servicio incondicional de los capos, a tiempo que los grandes
clubes sociales les franqueaban el paso con ausencia total de pudor.
Además, los medios de
comunicación jugaron un papel importante en la expansión del narcotráfico y de la
cultura de la ilegalidad. Aunque algunos fueron víctimas materiales de la furia
desatada del crimen organizado, como en el caso del diario El Espectador, muchos se pusieron a su servicio, en especial al de
Pablo Escobar. Como fenómeno colateral, la televisión y el cine desembocaron en
la producción de obras con contenidos que favorecían la imagen de los
criminales, en las que sutilmente se hacía vanagloria de la pertenencia a uno u
otro cartel de la droga.
Muy pocos dirigentes se
percataron a tiempo de esta estrategia y tocaron a rebato, pero sin el vigor suficiente
como para impedir la expansión de esta ofensiva atroz. En general ni a las
autoridades ni a los dirigentes de todas las calañas les importó: vieron caer a
importantes líderes y defensores de derechos humanos, y permanecieron de brazos
cruzados, mientras que la doble moral se impuso y alentó la consolidación de
ese poder. Esta ostensible connivencia se pagaría con torrentes de sangre: a nivel
de la región continental se manejan cifras que indican que solo durante los
últimos diez años, grupos ilegales y criminales financiados por el narcotráfico
han asesinado más de 100.000 personas en Colombia, México y Centroamérica.
Manolo es consciente de que la concurrencia en nuestro país, a
partir de los 80, de fenómenos como el paramilitarismo, la guerrilla, el
terrorismo, la corrupción y otras plagas es de tal dimensión que no pueden
analizarse a fondo en esta apretada evocación de su vida. Se promete, entonces,
profundizar luego en ellos, porque allí palpita otra historia todavía en
desarrollo.
El EPL en Loreto
Para Manuel volver a caminar
estas calles y estos recovecos es trasladar su mente a comienzos de la década de
1980, cuando Loreto era objeto de una enorme influencia del EPL; muchos de los
habitantes adhirieron a sus ideas políticas, empezando por algunos de sus
hermanos, también comprometidos con las causas sociales. La Seguridad Nacional
del presidente Turbay Ayala no logró sus objetivos y las organizaciones de
izquierda siguieron en su cometido de penetrar en la población y ganar sus
simpatías. Por ejemplo el control de la junta de acción comunal fue asumido por
los activistas de la izquierda política, mientras que las comunidades aceptaban
y se comprometían con las iniciativas y propuestas que allí desarrollaba la
organización alzada en armas.
Entonces entró en escena un
personaje destinado a instalarse para siempre en la mente de los hombres y
mujeres del barrio: Oscar William Calvo, quien a poco andar se convirtió en el
mejor amigo y por ende en el jefe político de Manuel. La comunidad estaba encantada
con Calvo y lo comprometía en muchas de sus actividades.
Con la firma de la tregua y el
acuerdo de la guerrilla con el gobierno de Belisario Betancur se hizo más
evidente el respaldo y la consiguiente consolidación de la organización; fueron
vientos favorables que esta capitalizó para crecer y expandir su influencia.
Pero el Ejército no tardó en montar un operativo que buscaba capturar a varios de
los líderes, incursión que terminó en un show con ridículo incluido y
protagonizado por las denuncias del entonces coronel Mario Montoya, comandante
de la Cuarta Brigada.
Lo divertido del asunto consistió
en que un hermano de Manuel fue presentado a la opinión pública como si se
tratara del líder buscado, y lo acusaron de terrorismo. Hasta le adaptaron el
alias, al pregonar: “capturado el Flaco”.
Además, un muchacho con
limitaciones mentales fue señalado como comandante del grupo… Días después, este
se pavoneaba por el barrio, en medio de sus delirios, haciendo alarde de la jerarquía
que le endilgaron en la comandancia guerrillera. A señores de edad, por lo
general miembros de la junta de acción comunal, se les trato como los peores
criminales o líderes de la subversión.
Afortunadamente la Justicia se
impuso: ordenó que los detenidos recobraran la libertad y formuló duras críticas
al Ejército por su errático proceder. Parece que los falsos positivos se
empezaron a gestar con este incidente, habida cuenta de que por ahí ya figuraba
uno de sus más connotados exponentes.
La verdad es que la presencia del
EPL y del partido en el barrio sirvió de filtro para impedir la incursión de
muchos jóvenes al mundo del narcotráfico. Las actividades que se realizaban
tenían mucho sentido social y una gran capacidad de vinculación de toda la
ciudadanía, especialmente de los jóvenes, las mujeres y los padres de familia.
Eventos culturales, deportivos y juveniles del barrio y sus vecindades fueron penetrados
para concretar apoyo y compromiso con los ideales del movimiento subversivo.
La disputa de las fuerzas de
izquierda contra el narco fue intensa en las diferentes comunas de Medellín.
Obviamente al Estado le sobraba poderío para perseguir a la izquierda y sus
diferentes expresiones, pero se mostraba enclenque para combatir el
narcotráfico y sus estructuras sociales y políticas. En todo caso, se desató una
agresiva campaña de aniquilamiento de dirigentes de la comunidad y de la
izquierda en general, en especial después del rompimiento de la tregua con el gobierno
de Belisario Betancur. Oscar William fue asesinado en este contexto, crimen que
generó una inmensa zozobra entre los vecinos de Loreto.
Otros dirigentes también cayeron en
las comunas de Medellín. Mientras, la presión que ejercía el cartel del
narcotráfico sobre los jóvenes hizo posible que muchos, que en algún momento
tuvieron orientación hacia la izquierda política, pasaran a engrosar sus filas.
Entonces empezó a hablarse de jefes de bandas, de organizaciones de sicarios y
de la consolidación de las estructuras al servicio del crimen organizado en los
barrios.
En síntesis, fueron asesinados
los principales líderes del EPL y algunos de segundo nivel; Manuel logró
escapar a varios atentados. Por suerte, se produjo una tentativa de paz en
Colombia que se concretó en mayo de 1990, cuando comenzó el proceso de
reinserción de esa guerrilla a la vida civil. El 1de marzo de 1991, mientras
avanzaban las deliberaciones de la Asamblea Constituyente, se firmó la paz y, a
pesar de haberse gestado una disidencia, esa fuerza rebelde se convirtió en un
frente político.
¿Por siempre cuesta arriba?
Manuel vuelve a la realidad de su
vida actual para aceptar, a sus 58 años, que lo que hoy encuentra en barrios y
en comunidades es consecuencia directa de fenómenos no combatidos con suficiente
rigor cuando brotaron y empezaron a pelechar. En su Loreto las manifestaciones
de pobreza y miseria pululan como de costumbre; los territorios han sido
repartidos entre los diferentes combos y bandas. Las fronteras invisibles son
las mismas que empezaron a trazarse en los años 90 y muchas de las empresas y del
comercio que se han consolidado crecieron al lado del narcotráfico.
Ahora se ha refugiado en el
apartamento de una de sus hermanas, muy cerca de la nueva terminal de buses.
Pretende escapar de la batahola que
crece en las calles, a medida que se aproxima la noche navideña con toda su
parafernalia. Pero también quiere ponerle mute
a la avalancha le recuerdos que lo abruma, para dedicarle tiempo a la
organización de las ideas para una conferencia que dictará el primer día hábil
del año, en la universidad donde transcurrió su vida académica. Para empezar a
darle forma, consigna en un cuaderno, a vuelapluma, algunos conceptos que luego
desarrollará:
Puede que hoy en día exista más
conciencia acerca de la necesidad de combatir el flagelo del narcotráfico, pero
su consolidación en el plano nacional e internacional se logró al amparo de la
política diseñada para su supuesto combate, pues esta le permitió crecer y
penetrar hasta lo más hondo de los territorios y en el corazón de la gente.
¿Cómo se pretende acabar con una
actividad que en su momento significó la esperanza de una sociedad, la misma que
se empeñó a fondo en su consolidación? En nuestro contexto, ¿existe acaso una
crítica real y sincera de la dirigencia local y regional sobre las causas que
dieron origen a ese descomunal negocio?
Es bien claro que la mentalidad
que se ha creado bajo el influjo de la droga y el crimen organizado no se va a
desmontar tan solo generando una actitud positiva de lucha contra el andamiaje
nacional e internacional que la consolidó, a lo largo de muchos años. Habría
que empezar por devolverles a los habitantes de las comunas la riqueza que acumularon
los representantes de la clase empresarial y política, junto con los
narcotraficantes, a expensas del deterioro de la calidad de vida de la gente
del común.
Manuel sigue pergeñando ideas, en
función de su próxima conferencia. Está
seguro de que habría un cambio fundamental si se transforma la manera de concebir
el combate contra el narcotráfico. Si por fin se entiende que el narco ha
sabido articular la cadena del crimen organizado, y que mantiene en vigencia el
refrán de “A rey muerto rey puesto” para que siempre haya jefes a pesar de las
persecuciones. Aunque es cierto que en los últimos años se ha hecho un importante
esfuerzo para tratar de llegar al fondo de los problemas estructurales que le
dan perdurabilidad a esa actividad.
Es el caso de Medellín, donde sus
administraciones han podido levantar un proyecto de ciudad que viene encarando
las dificultades que la agobian. Son notables los logros en materia de
seguridad y convivencia y, aunque falta mucho para alcanzar el sueño anhelado por
sus habitantes, existe la posibilidad de desterrar las secuelas dejadas por el
narcotráfico y el crimen organizado.
El actual alcalde supo asumir el
tema de la violencia como un problema estructural y así lo plasmó en su Plan de
Desarrollo, aunque Manuel cree que se trata de un paso todavía muy tímido.
Históricamente los líderes de la ciudad han soslayado el asunto porque demanda
cuantiosas inversiones que solo ofrecen frutos a largo plazo, y porque exige una
tozuda gestión que tiene que mantenerse a lo largo de varios gobiernos.
En el corte de cuentas imaginario
que ha hecho durante el día y que seguramente servirá para llenar de contenidos
su próxima exposición, no se escapa otro importante actor y artífice del actual
estado de cosas: la clase empresarial que no se da por aludida, siendo que el modelo
económico que implementó sirvió para darle piso al infortunio. Dicho modelo
amparó el surgimiento y auge del narcotráfico, como ya lo ha rememorado. Pero muchos
de sus personeros se comportan como auténticos tartufos, según sus actuaciones:
si el problema de los combos y de las “ollas” estuviera presente en sus barrios
y en sus fortalezas residenciales, lo enfrentarían con mayor creatividad y
entusiasmo, y en ello invertirían con holgura; pero como está replegado en los
barrios populares, poco cuidado les merece.
Consigna que otro actor
protagónico fueron las autodefensas, quienes también se apalancaron en algunos
empresarios y en varias multinacionales para apropiarse de tierras y desplazar
a los campesinos que venían de soportar las “vacunas” exigidas por las
guerrillas. Aunque algunos de sus máximos jefes fueron extraditados, de
inmediato los mandos medios desdoblaron sus estructuras en bandas criminales.
En todo caso, la conjugación de estos
problemas estructurales amerita una mayor reflexión, para lograr los objetivos
de una ciudad amable con el medio ambiente, más equitativa y con unos
indicadores de seguridad y convivencia que hagan posible una mejor armonía en
las relaciones sociales. Ciudad que, bien sabemos, ha padecido tragedias más
tenaces que las actuales, y cuyas consecuencias aún la persiguen. El temor de
que el ciclo se repita pervive en la mente de sus habitantes, y resulta evidente
la desventaja entre el accionar en red del narco para obtener resultados
inmediatos y un Estado lento, enmarañado y tardío.
Manuel se declara fatigado. Hace
a un lado su cuaderno de notas, estira su cuerpo como gato ocioso y se regodea en
el apacible confort del apartamento, a donde lo han seguido los ecos del
festejo popular desparramado por todo Loreto. Pero descubre, al poco rato, que
no le resulta fácil desactivar la máquina mental, alebrestada con tanta
evocación.
Así que, a manera de síntesis de
su visita, se dedica a establecer las transformaciones sociales que ha sufrido el
barrio. La primera, referida al incremento en el número de familias desplazadas
procedentes de diferentes regiones del departamento, sumado al creciente
fenómeno de trashumancia urbana. Desplazamiento que es histórico y connota que su
protagonista cargue con las causas de la violencia que lo desalojó, para replicarlas
en su nuevo entorno. Ellos encarnan un deambular por los territorios de donde
los expulsa la barbarie y el miedo. La situación se mantiene, ahora con nuevas
expresiones y ligada a la tenencia de la tierra y a la falta de solución del
conflicto agrario: un secular problema estructural que ojalá la Ley de Víctimas
pueda siquiera moderar.
La segunda transformación la
identifica con los obreros y empleados que ya no están vinculados con las
grandes empresas, sino con el comercio, el sector financiero o con actividades
informales. Las oportunidades que se ofrecen son interesantes pero escasas en
relación con las necesidades y el crecimiento poblacional. A ello se suma que los
parámetros que dan cuenta de la calidad de vida alcanzada se han vuelto más
numerosos y complejos. Se necesitan mayores recursos para lograrla, cuando hace
unos años las exigencias sociales no eran tan exageradas ni asfixiantes.
La tercera mutación, que lamenta
con rabia, es constatar que muchas de las personas que conoció en su infancia,
plenas de potencialidades, llevan vidas lánguidas y rutinarias, sin asomo de
prosperidad. Algunos desgranan historias de cómo perdieron a sus seres queridos
en medio de la lucha de las bandas y combos: nietos, sobrinos y en general
jóvenes proyectos de vida que nunca lo fueron. Otros, más afortunados, la conservan
marchitada porque están purgando penas en las cárceles. Vale afirmar que poco
creen en la institucionalidad, aunque la requieren, así todavía no se sientan
bien representados. Es gente que asemeja instituciones a corrupción y a clientelismo,
y sabe que la deuda social con ellos se mantiene pendiente.
En esencia, Manuel descubre que en
este microcosmos social está representado el universo de la ciudad y de
Colombia: persiste la expansión del narcotráfico con otros rostros y otros
métodos, más solapado pero engulléndose nuevos sectores de la nación. Subsiste la demanda por muchos bienes básicos
para garantizar unos mínimos de bienestar social. El hombre del común todavía
no goza con plenitud de los beneficios del crecimiento que en múltiples ámbitos
se ha logrado. Pero aún así, y a pesar de las dificultades, se muestra alegre, satisfecho
con lo que tiene y confiado en que tendrán que llegar los días de una verdadera
prosperidad.
Como impenitente luchador social,
confía en que si estos problemas estructurales se resuelven, o al menos se mitigan,
se producirá un cambio revolucionario en nuestra sociedad. Pero el interrogante
común entre amigos y vecinos es: ¿habrá quién o quiénes asuman el reto de
seguir ahondando en las transformaciones integrales que se requieren, y en el
combate decidido de los obstáculos que impiden el logro de la vida digna que la
gente anhela? La realidad dura y terca es que subsiste la ausencia de un líder
con la suficiente voluntad política para enfrentar este problema, para
abandonar el círculo vicioso de echarle el agua sucia a los jóvenes, de
victimizarlos para sacarse en limpio, porque hay una verdad de apuño: ellos no
generaron este drama.
Así que la presión del
desplazamiento, los cordones de movilidad de los grupos ilegales, el modelo de
desarrollo que ha generado muchas desigualdades, la cadena del narcotráfico que
ha permitido la combinación de rentas legales con ilegales, la cultura de la
ilegalidad que exige fortalecer valores democráticos mucha más fuertes, cierta
organización territorial que favorece la presencia de ilegales en algunas
zonas, los fenómenos de corrupción que alejan a la ciudadanía de las
instituciones y crean desconfianza hacía ellas, constituyen una agobiante
sumatoria de problemas que claman por soluciones efectivas. Pero estas solo
llegarán como fruto del esfuerzo de todos los asociados, orientados por un
puñado de líderes muy competentes, para que entonces la vida en verdad sea más
digna y placentera.
Manuel da por terminada su visita
al barrio, con la convicción de que regresará año tras año a festejar los días
de Navidad con sus parientes y amigos. Verá crecer nuevas generaciones que
seguramente entenderán más fácilmente que existen mejores opciones de vida, de
solidaridad y de construcción del tejido social. Mientras desciende en su
vehículo hacia el centro de la ciudad, abriéndose paso con dificultad por la
fiesta sin orillas que es ahora el barrio, se viene a la cabeza la advertencia
de un investigador social, amigo suyo, quien sostiene que esta zozobra de dos
siglos que ha padecido el país sólo se dejará atrás con “una conciencia de
memoria histórica, profundos procesos de reconciliación social, verdades
judiciales que no se queden a medias y un rechazo contundente a la impunidad”.
Solo entonces no resultará tan
cuesta arriba la vida de los colombianos.
[1]
Jorge Giraldo, Alberto Naranjo, Ana María Jaramillo y Gustavo Duncan (2011). Economía criminal en Antioquia: narcotráfico.
Medellín, Eafit, disponible en http://www.box.com/s/59e7df316c24641d0570,
p.120, consulta: mayo de 2012.
[2] Ibid., p. 113.
[3] Ibid., p. 162.
[4] Ibid., p. 116.
[5]
Ibid., p. 129.
[6]
Con información tomada de www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-545391, consulta: mayo de 2012.
No hay comentarios:
Publicar un comentario